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Concha y Ángeles Ruíz Fernández, en La Giralda

El nombre de Ultramarinos le viene que ni pintado a esta tienda de víveres y artículos de primera necesidad. Solo escuchar su nombre, la imaginación del parroquiano vuela hacia lugares exósticos: Bacalao de Islandia o de las Islas Feroe, dátiles de Turquía, carne enlatada de Argentina, pistachos de Irán, Té de la India y hasta falso te Rooibos africano sin teína.  Buenos vinos finos y amontillados y olorosos de más de 25 años. Carta de botellas de Agua. Y así un sinfín de delicatessen, como el premiado Queso Payoyo, conservas de los lugares más remotos, barricas de arenques o Gallina guisada en embutido, por encargo. Pregunten en el establecimiento que seguro tienen una sorpresa gastronómica en el mostrador o detrás, en las estanterías de madera, las barras para los embutidos, los cajones para la legumbre, o los tarros de caramelos.

Corner shop is a very appropriate name for this store which sells all sorts of products and everyday supplies. From glancing at just one shelf the local customer’s imagination wanders to exotic places: Cod from Iceand or from the Faroe Islands; dates from Turkey; tinned meat from Argentina; pistachios from Iran; tea from India and even fake caffeine-free African Rooibos tea;  good dry, amontillado and oloroso sherries over 25 years old and a list of bottled waters. There is also a never ending list of delicatessen products, such as the prize winning Payoyo cheese, tinned food from remote places, huge tins of herrings or cold stewed chicken, made to order. Enquire in this establishment and I’m sure they’ll have a gastronomic surprise or two on the counter or behind, on the wooden shelves, on the hooks from which the cut meats are hung, in the drawers of pulses, or in the sweet jars.

Más allá, en el interior, tienen un reservado para tomar la copita y la tapa en papel de estraza o encerado: la Trastienda que, en el pasado, llegaron a alojar hasta a cuatro dependientes. En tiempos pretéritos, las tiendas de Ultramarinos tenían una parte que era bar, separada por una división de madera, de la tienda, para despachar los domingos solo bebidas y cumplir con el precepto del descanso festivo. Y para que hombres y mujeres no se juntaran en la tienda, en pacatas épocas donde se evitaba la más mínima promiscuidad.

En la fotografía superior, Concha y Ángelita Ruíz Fernández, en la tienda situada en la esquina de las calles San Bartolomé y Luna; falta Alfonso que está de viaje por la Montaña. ¡Que tardes aquellas en las que se olía el tueste del café, labor a cargo de su padre o su abuelo. Precisamente su abuelo, Antonio Ruíz de la Canal, montañés o jándalo, un chicuco natural de Caviedes (Valdáliga) fue quien, por circunstancias de la vida, abandonó el hogar familiar y la  casona para empezar una nueva vida en la otra punta de España: en 1912 se hizo cargo de La Giralda, aunque la tienda ya venía funcionando desde el siglo XIX: en 1869 era propiedad de un cántabro llamado Ezequiel Díaz Pérez y la familia de Muñoz Terán, natural de Cabuérniga, lo traspasó al abuelo de Concha, Angelita y Alfonso. Hace unos años que el Centro Municipal de Patrimonio Histórico del ayuntamiento portuense les ha distinguido con un Diploma por mantener el establecimiento con tan buen gusto,  sin perder la solera que siempre ha tenido. Y parece que se mantendrá este monumento al buen gusto -gastronómico y de conservación del inmueble- tal y como se aprecia en el impecable aspecto de organización y limpieza que muestra y que mantiene la nueva generación de propietarios con esta vetusta tienda de comestibles.

En épocas pretéritas de penuria económica, como la posguerra, supieron fiar en las tiendas. Los clientes llevaban lo necesario cada mañana y, a final de mes, liquidaban lo prestado. «No se quedaba ninguna casa sin comer. Por eso los porteños, a los montañeses, nos aprecian bastante».
Muchos establecimientos de estas características han ido desapareciendo, bien porque no llegan nuevas generaciones de chicucos procedentes de la tierruca, bien porque los hijos de éstos se independizan de la esclava profesión del mostrador. El caso es que ya quedan como reliquias en el tiempo, frente a la globalización y las grandes superficies.

EL CHICUCO.
«Llegaban desde Santander con lo puesto. Normalmente, para trabajar y aprender el oficio en la tienda de un familiar o vecino del pueblo, previo acuerdo entre éste y su padre. Con arreglo a este trato, el padre enviaba al niño a Cádiz o El Puerto y el receptor se comprometía tanto a alojarlo y mantenerlo, como a encaminarlo en el oficio.
Así, las familias se desprendían de uno de los hijos, no tanto con el fin de suprimir una carga en el hogar -una boca menos que alimentar-, como de abrirle oportunidades y solucionarle el porvenir a un hijo. Y de este modo, el pequeño dejaba los verdes prados de Cantabria, sus barros y sus lluvias, para probar fortuna al sol de la Bahía de Cádiz.
Aquellos niños de trece, catorce o quince años de edad llegados a El Puerto para hacer recados y atender los mandados, no tardaban en ascender en el escalafón. Pasaban de recadistas a dependientes, más tarde a encargados y, finalmente, a dueños del negocio, hasta la jubilación. Era entonces cuando se lo transmitían a algún descendiente o, en muchos casos, a alguno de los empleados a quienes, en otro tiempo, habían traído desde Cantabria como chicucos.
Así funciobana la cadena. No todos lograron recorrer la totalidad de los peldaños, pero sí un elevado porcentaje de quienes lo intentaron. Y así, de este modo, se produjo la llegada de cientos y cientos de personas a lo largo del tiempo, hasta los años cincuenta o sesenta del siglo pasado». (La Voz de Cádiz).

La fotografía, de la década de 1940, podemos ver la calle Luna, y la puerta de La Giralda. A continuación,  por la puerta principal del edificio -la Casa de los Sancho- se accedía, en la primera planta al Colegio de Infantil de La Divina Pastora, por donde muchos portuenses pasamos y, que se sepa, dos alcaldes recientes de la Ciudad, los Sres. Díaz Cortés y Gago García. Allí ejercieron Doña Francisca González Sousa y Doña Lola Sancho. A continuación se encontraba la Barbería de "Pichilín" y , frente a la Farmacia de Fernández-Prada, 'El Único' tienda de Vinos Finos, abierto entre 1920 y 1974. El nombre  lo tomó del Oloroso del mismo nombre, de la Bodega de Hermanos Sancho (fundada en 1812) y que se anunciaba como 'especial para los enfermos'. Luego, a finales del siglo pasado se instalaría en esa misma tienda la Cuchillería Navarro. Un poco más arriba la tienda de moda 'Lolita y Serafina. (La Foto es de la colección de Vicente González Lechuga).

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«Esquina de Palacios con Nevería continúa abierto el Bar Apolo, establecimiento que ya en 1826, cuando era de Juan Ladrón, se llamaba Café de Apolo (como el gaditano que existió en la Plaza de San Antonio, célebre durante los años de las Cortes). En 1874 lo llevaba Ceferino González, en 1889 José Molleda Colosía, en 1894 Severiano Díaz Dosal..., hasta que en junio de 1907, tras reformar el local, lo reabrió el montañés, de Polanco, Antonio Ortega Cuesta, entonces dueño, en la Plaza de la Pescadería, de La Lucha.

Siguió al frente del negocio hasta el 15 de julio de 1934, cuando lo traspasó -Antigua de Apolo lo llamaban entonces- a Cándido García Vila. Este especializó el local en tapas variadas, marisco fresco del día, menudo a la andaluza y, sobre todo, pescado frito, para lo que abrió al lado una freiduría, que hoy sigue abierta; de las pocas -parece mentira- que existen en El Puerto.

A Cándido le sucedió en la dirección del Apolo, en 1939, Tomás Helvant. Mediada la década de 1940 pasó a manos de Ramiro Gómez Bernáldez, al tiempo que José Leira se hizo cargo del freidor. El 20 de junio de 1959, Ramiro inauguró enfrente, también esquina Palacios con Nevería, en el solar que hasta comienzo de los 40 ocupó la Capilla de la Sangre, una cervecería bar, La Mina, cerrada a finales de los 70.» Todo esto nos lo cuenta Enrique Pérez Fernández, en su libro “Tabernas y Bares con Solera.
En La Mina trabajó desde 1968  Juan Rodríguez Verano, quien a partir de 1981 se hizo cargo del Bar Apolo, que continúa regentando, en la actualidad,  con su hijo Juan Diego Benítez Maestro, los cuales aparecen en la foto a color. Es popularísima su "tortilla a la gallega", que preparan desde siempre y  para la que tienen encargos de muchas familias y reuniones de El Puerto. Y de gente muy principal.

Juan Rodríguez Verano worked in La Mina from 1968, and from 1981 took over Bar Apolo, which he still runs with his son Juan Diego Benítez Maestro (both in the colour photo). His ‘Galician Omelette’, which has been on the menu right from the start, is very popular and they have orders from many families and important people for numerous celebrations in El Puerto.

La Tienda de Apolo hacia 1920, en tiempos de Antonio Ortega. Al fondo la cocina, el espacio que hoy ocupa el no menos popular Freidor Apolo, regentado por el gallego aportuensado, José Luis. (La foto pertenece a la colección de J.J. López Amador).

Esta foto, está fechada en la década de los sesenta del siglo pasado, cuando el Bar Apolo pertenecía a Ramiro Gómez Bernáldez, posiblemente en la fotografía, con traje de calle. Después de este aspecto, el Bar Cervecería Apolo ha sufrido diversas reformas, algunas de la mano de su actual propietario Juan Benítez Verano. (Foto Colección V. González Lechuga).

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Bar de Vicente Sordo, 2º por la izquierda.
Bar de Vicente Sordo, segundo por la izquierda.

Describamos la foto: El primero por la izquierda con la camisa blanca es Vicente Sordo (Hermano de Maximino) y que le da el nombre actual al establecimiento, a su lado está Antonio Valimaña Lavilla; el más pequeño de todos es Manolo García Gómez, Manolín, que trabajaba allí desde los 12 años y se acaba de jubilar; desconocemos quienes son los otros integrantes de la foto que están en el centro (animamos a los lectores a ayudarnos a identificarlos así como la fecha en que fue tomada la instantánea). A la derecha, al otro lado de la barra, se encuentra Manuel Osborne Vázquez y por último, Campuzano, el camarero que está tras la barra a la derecha. (Foto: Colección V.G.L.).

barvicente_6_puertosantamariaEste Campuzano, llegaba al mostrador dando gritos guturales con la comanda de los clientes. Existe una anécdota entre Campuzano y dos viejas señoras que no tiene desperdicio: éstas salieron un día de la misa sabatina de las 8 de la mañana en la Prioral, ante la Virgen de los Milagros. Hacía mucho frío y acordaron ir a «Los Pepes» y tomarse unas copitas de anís. Llamaron con mucho sigilo a Campuzano y, con gran misterio, en voz muy baja para que nadie las oyera, encargaron las dos copitas. Campuzano llegó al mostrador y dijo con su gran torrente de voz: «¡¡Dos copas de Periquito para las viejas que están en el rincón».

Veamos que nos cuenta Enrique Pérez Fernández, en su libro de «Tabernas y Bares con Solera»: «Vicente es miembro de una familia tradicionalmente dedicada al mundo de la hostelería, de origen montañés, cómo no. Su padre, Francisco Sordo Rubín, trabajó y llevó en Jerez El Colmado, entre las calles Hondas y Arcos, en donde estuvo también su abuelo Mateo, y en la calle Lancería, junto a la plaza del Arenal, la Tienda del Parque. (Acuarela de Vicente Vega).

Natural de Camijanes, llegó a El Puerto de Santa María en septiembre de 1937, cuando tenía 15 años, para trabajar con su hermano Maximino, que días antes de estallar la Guerra Civil se había hecho cargo de El Resbaladero. Continuaron juntos en La Fuentecilla, y tras permanecer algún tiempo en el Bar Pavoni, se independizó y en marzo de 1950 comenzó a dirigir a Los dos Pepes, al que rebautizo como Bar Vicente. Retomaba así el local de la familia Sordo, pues José Ruiz Sordo, “el Rubio”, era primo de su padre, quien en 1926 abriría un establecimiento de vinos, café y licores con el nombre de Las Mellizas. En 1945 se lo traspasó al portuense José Sánchez Sousa, que lo llamó Los Dos Pepes (él y su hijo) y, en 1950 como hemos dicho, lo tomó Vicente Sordo.

Durante todos estos años, por el Bar Vicente han pasado y se han formado numerosos profesionales del gremio, abriendo muchos de ellos con el paso del tiempo sus propios negocios. El local mantiene el sabor de siempre, apenas modificado desde los años 20. En los veranos era habitual instalar veladores en el exterior, hacia la Plaza, como lo hacían los demás establecimientos de la calle Sierpes." La pintura que ilustra este texto es de Clara Borges).

"En nuestros días (1999), junto a Vicente trabaja su hijo, también Vicente, todo un experto en el difícil arte de “saber estar” detrás de un mostrador, Pedro Barba, Antonio Cairón, Inmaculada González (buena cocinera), Manuel Robles y Antonio Selma.» La foto está tomada desde la tienda de frutas y verduras de Genaro.

Detrás del mostrador, hay de todo, como en botica.

El Bar Vicente, en la actualidad: los anaqueles, cuadros y reclamos publicitarios de detrás del mostrador. Un cartel de Toros con el Niño del Matadero, otro con Paquirri; fotos de José de los Reyes, 'El Negro' y 'Carrurra', un especjo de 'Coñac' Decano, de Caballero; botellas antiguas de vinos de Osborne, un escudo del Cádiz, una foto de Curro Romero, jarras singulares, un cuadro de la vecina Casa de los Leones,...

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Clientes del Bar Vicente en un día cualquiera: Vicente Sordo hijo, tras la barra; Luis Suárez Ávila, Salvador Cortés Jiménez, Francisco Navarro Mariscal, Antonio Fernández Galloso, sentado, desconocemos el nombre del señor de la derecha. Foto tomada el 14 de noviembre de 2008. (Colección J.M.M.).

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"Sonríe aunque sólo sea una sonrisa triste,
porque más triste que la sonrisa triste,
es la tristeza de no saber sonreír."

A Sonia, camarera del Cafetín, vestida de faena y de calle.

Sonia Barba Cuevas, es hija de José Antonio Barba Garcés, que regenta el Bar 'Aquí te Espero', en la calle Valdés, casi enfrente de la Plaza de Toros, y sobrina de Pedro, camarero de toda la vida del Bar Vicente. La profesión de Sonia no le ha venido por casualidad...

"Esquina a la calle Santa María continúa abierto El Cafetín, también conocido desde hace muchos años como el Café Moderno. En 1895 era una taberna de los hermanos Sinforiano y José Molleda Colosía, llegados a nuestra cuidad desde el valle cántabro de Herrerías en 1874, cuando eran niños. Antes, un pariente de éstos, Eladio Díaz Colosía, tuvo aquí instalada, en la década de los 70 y 80, una fábrica de fideos; industria que ya se había establecido como tal, en una primera etapa, 1800. Acaso a ella pertenecieron las grandes vasijas que en los años 50 se descubrieron en el subsuelo, donde siguen. En 1913 en negocio, ya con el nombre de Café Moderno, estaba en manos del portuense Juan Carvajal Vázquez, quien lo mantuvo hasta fines de los 30. En 1913 y 1914, asociado con Luis Bononato, estableció una sucursal en el Parque Calderón; y otra, a solas, entre 1925 y 1927.

Como decimos, fue en los últimos años 30 cuando tomó el local José López Herrera, aunque por poco tiempo, pues en 1941 pasó a ser de Ángel Sordo Díaz, de sólida tradición familiar en el gremio, como tuvimos ocasión de mencionar en el anterior capítulo. Quienes tengan edad para ello, ¿recuerdan sus seis barriles? Cuatro a un lado: de amontillado El Caballo (Osborne), de fino Menesteo (Osborne), de fino C (Cuvillo) y de moscatel de la bodega de Manuel Rodríguez Garrido, el de Los Caracoles; al otro lado los de la manzanilla Argüeso y fino Tambor de la taberna La Burra. Muy solicitado fue también un estupendo tinto, de un tal Nicanor, de Cádiz, establecido en la calle Sacramento, que traía “el Tragelia” en el vapor. Y aquellas botellas, alargadas, de casi un litro, de la cerveza Cruz Blanca (cuyo depositario en El Puerto era Ezequiel Cortínez, quien llevó, en la plaza de la Pescadería, la taberna La Lucha), envasadas en cajas pesadísimas. Desde 1968, cuando murió Ángel, continúa llevando el establecimiento su hijo Maximino. Se reformó en 1965, cuando perdió el cuarto reservado que tenía junto a la casapuerta de Santa María, por donde entraban las mujeres –sólo las mujeres- tras tocar un timbre, objeto de deseo de algunos puñeteros chavales, que sabían que el dependiente, para abrir la puerta, tenía que dar un rodeo cruzando el salón interior y la cocina. En 1975 adquirió el aspecto actual, ampliado hace tres años con un servicio de confitería." Enrique Pérez Fernández Tabernas y bares con Solera. Una historia de la hostelería en El Puerto de Santa María. Año 1999

El Cafetín en 1958. Tras el mostrador, Maximino y Ángel Sordo; delante, de izquierda a derecha, "Aguilocho". Juan, "el Pirata", Antonio Guerra, "Juan Villarreal", "el Rubio". Rafael "el de las Aguas" y Antonio "el Gallo". (Foto Colección Manuel Guerra)

Caricaturas de Ruiz Cuevas, realizada el 30 de diciembre de 1985. En ellas aparecen, de camareros de sala, a la izquierda Rafael Troncoso y Julio Barcia; en la Barra, de verde oscuro, hablando con éstos, el propietario  Maximino Sordo Alonso. En la cocina/churrería Juan Pauyata; y detrás del mostrador, a la derecha, Eduardo Mora y Juan Angulo, de verde claro. No estaba Sonia, pero si preguntan dicen que es la que está a la izquierda de la foto, sentada en la estantería. Era muy pequeña entonces...

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