Con este misterioso comienzo arranca el relato “Las aguas del olvido”, del escritor Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956), una de las piezas más sugerentes que integran Nada del otro mundo (1993) obra de recopilación de distintos textos de narrativa breve de este autor, uno de los mejores novelistas de nuestros tiempos (1).
“Nadie cruzaba el río, aunque estaba muy cerca la otra orilla, tal vez porque la mirada no podía encontrar en ella nada que no hubiera a este lado, y porque quien cruza un río parece que deba exigir alguna compensación simbólica, que en este caso quedaba descartada por la cercanía y la similitud. Todo era igual a ambos lados, las mismas dunas y yerbazales tendidos por el viento del mar, el mismo brillo salino en las crestas de arena. El perro, Saúl, cruzó el río por la mañana, persiguiendo algo que Márquez había arrojado a la otra orilla con un rápido ademán en el que entonces no advertí premeditación, sino una de esas decisiones baldías que dicta el tedio. Saúl nadó ávida y ruidosamente, alzando el hocico sobre el agua revuelta, y cuando emergió al otro lado pareció que se hubiera extraviado. Sacudiéndose la pelambre empapada deambuló por la orilla y estuvo ladrando un rato con quejidos de lobo, sin atender al silbido ni a las voces de Márquez. A media tarde me di cuenta de que aún no había regresado. Esta mañana, mientras tomábamos el aperitivo en la penumbra de la biblioteca, Márquez me dijo el nombre del río, Guadalete, y apeló a un par de diccionarios geográficos para explicarme su etimología. Siento no haberlo escuchado entonces; supongo que si lo hubiera hecho no habría sabido evitar nada. Márquez abrió uno de sus diccionarios y buscó la palabra, deteniendo en ella su dedo índice, pero yo casi no le hice caso; atento a mi martini, a la ventana que da a la pista de tenis, a las dunas de este lado, al río. “Palabra compuesta de una doble raíz griega y árabe”, dijo Márquez, leyendo “
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