
| Texto: Verbigracias García L.
Desperté en el siglo XVIII con un dolor de cabeza monumental y una extraña certeza: el café aún no se había inventado. Frente a mí, un espectáculo de ingenio y necesidad se alzaba en el río Guadalete. La Fuente de las Galeras, ornamental y vital, surtía de agua fresca a la flota de Indias, convirtiéndose en una pieza clave del comercio ultramarino. Cerca, estaba también su fuente gemela: la del Sobrante. Al parecer, incluso en el pasado, el agua potable era un lujo que se vendía a buen precio.
El primer golpe de realidad llegó con el olfato. En el siglo XVIII, el baño no era un ritual diario, y el perfume intentaba (fallidamente) encubrir la falta de agua y jabón. En la calle, la gente arrojaba desechos por la ventana con la misma despreocupación con la que hoy se envía un emoji por Whatsapp. Aprendí rápido que caminar pegado a las fachadas era una invitación al desastre.