Imagen tomada el 31 de marzo de 2012. /Foto: Vicente González Lechuga.
Mi conocimiento de Diógenes es escaso. (*) Trato de encontrar un paralelismo, entre mi corto conocimiento del filósofo, y la decisión de la medicina de utilizar su nombre para titular un síndrome: el síndrome de Diógenes, que se caracteriza por el aislamiento del personaje que lo sufre y que pasa la vida como las urracas coleccionando basuras, escombros y trebejos. Esa es la definición que me han dado del residente en la chabola de la Bajamar. Dos intentos fallidos me han privado conocerlo, y solo las referencias de otro menesteroso, me han dado una imagen de él que no me atrevo a detallar hasta que esté contratastada. Hasta tanto, solo voy a intentar dibujar los signos externos del Diógenes del Guadalete, responsabilizando a la medicina de este apelativo.
El corazón de la chabola, es una furgoneta que el titular trajo desde Holanda donde vivía como emigrante. Alrededor de ella, y en su lado norte, hay construida una empalizada con cañizos ensartados y viejos estores de junco y en ella, numerosos dibujos geométricos, pirámides y espirales casi de corte ufológico Está orientada al este, de donde viene el levante. Hacia el sur hay un espacio de desahogo, como un porche. Atado con una cuerda, un perrito me observa prudentemente. En silencio. Es un perro pobre. Joven, pero pobre. Se deduce por su linaje. Es producto de mil cruces. Tiene barbas a pesar de su juventud; descuidadas, y su color, canela, como casi todos los perros vagabundos. Solo al acercarme para curiosear el interior del patio me avisa con unos tímidos ladridos. Creo que son para disuadirme de mi intención curiosa, y no despertar a su dueño que dormita ajeno al mundo diurno.
La fachada sur está decorada por docenas de tapacubos que han huído de los vehículos, y ofrece un psicodélico muestrario, que para sí quisieran muchos establecimientos de accesorios. Alrededor de la chabola y sobre el suelo alquitranado, ha construido pequeños diques de cemento para desviar las aguas de la lluvia hacia el rio. Varios trozos de tubo recortados, actúan de macetas para albergar restos de pinos navideños de plástico que se alternan con yerbajos poco ilustres, y entre ellos, ha dibujado una publicidad inacabada BBA.
El poniente está protegido con plásticos y restos de una lona ferial con rayas blanquiverdes, como las del Betis. Junto a la entrada, un soporte de hierro sostiene una baldosa que sirve de velador y sobre la que reposa un vaso con agua. Al oeste y pegada a la balaustrada del malecón, dos de los esféricos remates cubiertos por recipientes de aluminio para pollos asados, marcan a modo de gálibo los límites de su propiedad. Tres mástiles sobresalen de la techumbre, que coronada con un cajón de madera, simula una chimenea.
Todo el conjunto se asemeja a una embarcación varada en dique seco. La calma reina alrededor. Solo los graznidos de las gaviotas que revolotean sobre la lonja en la otra orilla. Dicen que su titular disfruta de una pensión de mil setecientos euros, pero yo no digo nada hasta lograr que este Diógenes me cuente. Ya sabéis lo que dice Rudyar Kipling: Seis servidores me enseñaron cuanto sé: el qué, cómo, cuando, quien, dónde y por qué. (Texto y fotos: Alberto Boutellier Caparrós).
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(*) Sé más de Diógenes por sus anécdotas que por su legado filosófico. Fueron los demás, como Diógenes Laercio, los que se ocuparon de difundir su pensamiento. Yo apenas alcanzo a saber, que vivía en un tonel solo con un manto, un zurrón, un báculo y un cuenco. Que un día, vió un niño que bebía ahormando sus manos bajo el chorro de una fuente y arrojó el cuenco, porque lo consideró supérfluo. Que a la luz del día, con un farol encendido, buscaba un hombre íntegro – tan difícil de encontrar tanto entonces como ahora -. Su manifiesto desprecio hacia la humanidad, llegaba al extremo de apartar de su camino a las personas diciendo que eran escombros. Que un día, Alejandro Magno lo sorprendió mirando un montón de huesos humanos y al preguntar lo que hacía, le respondió:” Estoy buscando los huesos de tu padre,pero no sé distinguirlos de los de un esclavo”, y otras muchas anécdotas que me ahorro para no cansar.