Las últimas se celebraron en la década de los ochenta del siglo pasado
| Texto: Verbigracia García L.
Hacía unos 40 años que en el colegio de las Carmelitas de El Puerto no se celebraban las Primeras Comuniones de los alumnos del centro. En esta primavera se han recuperado estas eucaristías tras dos años de preparación de los pequeños. Hace dos sábados y en el de esta semana han recibido la sagrada forma de manos del sacerdote Fernando Arjona, capellán de las Carmelitas y párroco de San Francisco. Han sido cuatro misas en la capilla del colegio, en la calle Nevería, casi por frente del templo de las Concepcionistas.
En esta capilla, que acoge de nuevo estos sacramentos, fue donde recibió su primera comunión Rafael Alberti en 1908, cuando era alumno de párvulos de las religiosas y lo cuenta en su primer tomo de La Arboleda Perdida, algunos de cuyos fragmentos reproducimos más abajo.
Las familias han vivido de nuevo las primeras comuniones en el colegio, en la restaurada capilla de finales del siglo XIX erigida por el arquitecto sevillano Juan Talavera, que la diseñó cuando se estaba concluyendo otro de sus emblemáticos edificios, el Costurero de la Reina, frente al parque de María Luisa.
En la recoleta capilla una decena de los familiares de cada uno de los comulgantes han estado en estas eucaristías que han recuperado la tradición desde que el centro de las hermanas Carmelitas abriera sus puertas en 1889.
Isa Lora, coordinadora de Pastoral del colegio, Mili Muñoz y Sonia Valle, profesoras, y Laura Vega, madre de alumno, han sido las catequistas de estas recuperadas comuniones en la capilla de Nevería. El coro del centro, dirigido por José Miguel Merchante, ha intervenido en las cuatro celebraciones.
Así recordaba Rafael Alberti su estancia en el colegio de las Carmelitas y su Primera comunión, en La Arboleda Perdida:
“Las hermanas carmelitas,
con delantales azules,
se parecen a los cielos
cuando se quitan las nubes.
De muchos azules está llena y hecha mi infancia en aquel Puerto de Santa María. […] El día de mi primera comunión, una mañana lluviosa de marzo, Paca Moy, abriendo una rendija de luz sobre mi cama, me despertó, llena de júbilo: --Hoy es el día más feliz de tu vida… Vas a recibir al señor. –Si, pero ¿y las dos onzas de chocolate? –¿Que hablas niño? –Mi desayuno de todas las mañanas… --Chocolate con churros te darás después las Carmelitas. –Yo no quiero el de las monjas, quiero las onzas que me deja mamá todas las noches en la mesilla… --¡Diablo de niño! –Nada de diablo. No comulgo si no me las traes. […]
En la iglesia de las Carmelitas la misa era cantada, con una plática preparatoria para los que íbamos a comulgar por primera vez. Éramos pocos. Unos cinco. Yo, quizás, el mayor de todos. Para dar ejemplo a los alumnos más chicos, oímos la misa de rodillas, sin levantar los ojos del devocionario, cayendo a veces en una profunda meditación, que hacíamos más profunda apretándonos la nariz con el libro, hasta casi no poder respirar.”