| Texto: Antonio Gutiérrez Ruiz [*]
En los años del Descubrimiento de América, desde Ayamonte hasta Sanlúcar, numerosos aventureros ejercían o tenían la “patente de corso”, frase que ha llegado hasta nuestros días con carácter peyorativo. Aquí conocemos, gracias al historiador portuense Hipólito Sancho, a un ilustre corsario Charles Valera, pero había más. Voy a proporcionar, a modo de ejemplo, cuatro nombres de corsarios avecindados en El Puerto de Santa María en 1494, contemporáneos de Colón y Juan de la Cosa: Gonzalo de Olmedo, el piloto Pedro de Sevilla, Cristóbal Peláez y Miguel Pisajero. Este último, parece que era más pirata que corsario, o que se pasaba de rosca y se extralimitaba en sus concesiones.
Existe en el Archivo General de Simancas un documento, en el que se insta a Don Juan de Silva, asistente real en la ciudad de Sevilla para que, a petición de Diego Gómez, portugués, vecino de Tavira, se castigue a Miguel Pisajero, vecino de El Puerto de Santa María y al capitán Fernán Sánchez, los cuales robaban “corsarios por la mar, así a los súbditos de los Reyes Católicos como a portugueses”. Vamos, a todos los que se les presentase la ocasión, en definitiva.
“Corsario era la denominación que recibían tanto la embarcación como su navegante que eran autorizados por su país para perseguir y saquear a los barcos mercantes correspondientes a una nación enemiga. El mencionado permiso de corsario era concedido por el gobierno a través de una patente de corso o marca.
Si bien la línea que separa al corsario del pirata es realmente muy, muy fina, la principal diferencia entre ambos es que el pirata atacaba cualquier embarcación sin tener que luego rendirle cuentas a nadie, en cambio, el corsario estaba limitado por la patente obtenida, pudiendo capturar barcos mercantes de determinados países y luego teniendo que repartir sí o sí los bienes capturados con el Estado que le otorgó la patente”.
[*] A.C. Puertoguía.