| Texto: Manolo Morillo
Paseando por los alrededores del Mercado de Abastos (corría 1992), llamaba mi atención un pequeño tumulto de gente variopinta haciendo gustosa cola, en pos de algo. La lógica curiosidad del ser humano me hace acercarme y preguntar, no sin cierto temor, ante la ‘grasia’ de nuestra tierra. Y digo no sin cierto temor, porque muy bien podría encontrarme con aquello de “--¿Que pasa?”, pues, saliva por la garganta, como resorte-defensa ante el curioso de turno.
Pero tuve suerte, ante mi atrevida ignorancia apareció la voz amiga de Añoño el del desaparecido Bar ‘El Brillante’ y me dice “--Manuel, que están vendiendo tajaítas”. Aparecieron entonces ante mí, recuerdos lejanos al escuchar la mágica palabra, y enseguida asentí y dije con complicidad porteña: “¡Ah, la tajaíta!”.
Con la amabilidad que le caracteriza, me dijo: “--Pásate luego por el bar que te voy a conviá”. Y, ante una buena copa y dos tajaítas, aplaco en lo posible el mono del momento, pero no así mi aumentada ignorancia ante lo que estoy degustando. No aguanto más y me lanzo a tumba abierta: “--Añoño, ¿y esto que es?, porque llevo toda mi vida escuchándolo, y resulta que no se lo que es”.
Buchito de vino, mirada profunda y respueta: “--Esto es delfín cocido, ¡mira, ‘tovía’ está calentito!”
Dura resuelta. Ya me enteré. Resulta que no es ni un armazón, ni una borrachera pequeñita, ni tan siquiera esa tabla que usan las lavanderas pera restregar la ropa. Es, ni más ni menos, el último tributo señorial de un pez que llora, cuando pierde su libertad primero y su vida después.
En la actualidad el delfín es una especie protegida. Su caza, tortura o manipulación de todo tipo, sin una autorización de la administración publica competente, está considerado un delito que acarrea penas de prisión. Desde hace muchos año no es un bocado gastronómico ni se comercializa la ‘tajaíta de garfín’