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Mi primer campamento de verano en El Puerto de Santa María #5.550


| Texto: José Felipe (Palma del Río, Córdoba)

Dado el “éxito” de mi primer encuentro con el mar, mi padre decidió que en Agosto debía asistir a un campamento juvenil de los que organizaba la OJE para que así, en compañía de otros niños de mi edad, se me quitase el miedo que me había infundido mi encontronazo con las olas en Málaga. Esto es como aquel dicho de “si no quieres arroz, toma dos tazas”. Pues dicho y hecho, el uno de agosto a la caída de la tarde estaba yo subido al autobús con un montón de niños que no conocía de nada, con mi mochila, mi manta y una talega llena de provisiones que me había preparado mi madre. El viaje hasta el Puerto de Santa María no era ni parecido a lo que puede ser hoy. 

Aquel autobús desvencijado que protestaba cada vez que subía una cuesta (en la de la Carlota estuvo a punto de dejarnos tirados) necesitó Dios y ayuda para llevarnos al Campamento Gran Capitán en los pinares cercanos a la playa de Valdelagrana.

Nos pusieron una cena que ya estaba fría y de la que no probé bocado porque estaba ahíto del atracón que me había dado con las viandas que me preparó mi madre.

La tienda de campaña (cosa que yo no había visto en mi vida) era para seis chavales. Nos dieron unos colchones llenos de paja y allí me acosté liado con la manta y sin quitarme la ropa.

En medio de la noche vino el apretón correspondiente al empacho que yo tenía y salí a oscuras a buscar los servicios para aliviarme pero, por mucho que busqué en medio de la negrura de la noche, no encontré nada y, cuando me disponía a bajarme los pantalones detrás de unos arbustos, me vino el “acelerón” y aquello no hubo quien lo parase así que mis calzoncillos pagaron caro mi ansia de comer durante el viaje.

Como no sabía qué hacer con ellos y entonces no había bolsas de plástico, los metí en el fondo de la mochila y, cuando el fin de semana siguiente se presentaron mis padres y mi tío Luis con las motos, fuimos a una pensión en Jerez y la pobrecita de mi madre tuvo que sacar aquello en luz lavándolo en el lavabo de la habitación.

Como es natural la mochila hubo que tirarla porque el “aroma” no se le quitaba ni a la de tres. Algo bueno saqué: una mochila nueva y cuando terminó el turno de veinte días ya sabía nadar.

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