| Texto: Daniel Marín Gálvez
Ese día, la vida en nuestra calle de las Cruces cambió para siempre por dos motivos. El primero fue que, al salir para ir al colegio, me encontré con toda la calle levantada: habían sacado los chinos pelúos y un gran agujero en el centro de la calle, con unas tuberías gigantescas, atravesaban toda la calle de punta a punta. Las aceras de pizarra se habían cambiado por tablas de maderas y montones de barro invadían la calle. Pronto descubriríamos que ya nunca sería igual.
Que ya no jugaríamos más al boli ni al hoyo ni al perseguir. Ya nunca más cruzaríamos corriendo sin mirar a los lados. Ni buscaríamos cortapichas (peces de plata), ni bichitos de luz entre las hierbas que crecían pegadas a la acera. Ni jugaríamos a la palma en esa calle. Y que, por otro macabro acontecimiento, ya no haríamos más guerrillas.
Después de haber estado recogiendo barro para hacer muñequitos para el portal de Belén con mis amigos el Casca y el Antoñín de Juana en los montones de barro. Nos fuimos a merendar porque, después, había guerrilla entre los de la calle Cruces contra los de la parte alta de San Sebastian y Postigo. Esta vez, nos tocaba atacar y subir hasta las casas de los maestros y el corral del Natera, hoy colegio El Vaporcito. Allí nos esperaban, agazapados y bien escondidos, el enemigo. Nuestro ataque fue en tromba y en pocos minutos nos hicimos con la parte de los maestros y la batalla se cruzó de una acera a otra.
Cuando en el furor de la batalla se oyeron gritos de dolor y de alto el fuego. Quietos parar parar. La voz del Manolito Arana nos hizo detenernos. Detrás, con una mano tapándose la cara, ayudado por Juani Natera, Pepón gritaba de dolor y los dos corrían calle San Sebastián abajo. Yo, sin saber lo que pasaba, corrí detrás sin saber muy bien, hacía donde íbamos.
Luego, calle Palacios abajo hasta llegar al Hospital Municipal. Ese día, nuestro amigo Pepón (q.e.p.d.) perdió un ojo a manos de una grapa perdida salida de algún tirador de grapas de los que sabíamos que estaban prohibidos en las guerrillas pero que, alguien se había saltado las normas y lo había usado. Ya nunca fue lo mismo, al menos para mí.
Al Pepón le pusieron un ojo de cristal que lo marcó de por vida y, aunque aún por algún tiempo paso el Lores con sus borricos, el Guarigua pregonando sus semitas: «--Semitas, que están calientes y calentitas», y el Paquí sus caballas, ya nada fue igual.