| Texto: Daniel Marín Gálvez
Ese día, la vida en nuestra calle de las Cruces cambió para siempre por dos motivos. El primero fue que, al salir para ir al colegio, me encontré con toda la calle levantada: habían sacado los chinos pelúos y un gran agujero en el centro de la calle, con unas tuberías gigantescas, atravesaban toda la calle de punta a punta. Las aceras de pizarra se habían cambiado por tablas de maderas y montones de barro invadían la calle. Pronto descubriríamos que ya nunca sería igual.
Que ya no jugaríamos más al boli ni al hoyo ni al perseguir. Ya nunca más cruzaríamos corriendo sin mirar a los lados. Ni buscaríamos cortapichas (peces de plata), ni bichitos de luz entre las hierbas que crecían pegadas a la acera. Ni jugaríamos a la palma en esa calle. Y que, por otro macabro acontecimiento, ya no haríamos más guerrillas.
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