Texto: LUIS SUÁREZ ÁVILA
Raulito. Ya se sabe que iba a ser niño y que se iba a llamar Raulito. Lo primero se conocía por las reiteradas ecografías; lo segundo por imposición paterna en ejercicio de la soberana potestad que se atribuye al cabeza de familia. Y es que, ahora, lo que ocurre es una impudicia. Se llevan mirando, cada dos por tres a la embarazada –“ocupada”, decían los clásicos—embadurnándola con potingues y aplicándoles una máquina de fotos al minuto, que fotografía lo que hay detrás de las paredes, para ver que, si le crece la “colita”, será niño y que si no niña. A tan procaz averiguación se ha llegado, que ya no hay esa dulce y antigua expectación. Tan sólo se supo, porque los Profetas y el Ángel Gabriel lo tenían dicho que el Niño Jesús sería varón, como lo fue. Si no, vean ustedes cómo desde Martínez Montañés, y aún antes, se le esculpían al Santo Niño su correspondiente “colita” y sus “cataplines.| En la imagen bautizo de Salvador. Los padrinos el pintor de la luz, Juan Lara Izquierdo y Pepa Tejada. Oficia el coadjutor de la Prioral, Manuel Román Ruiloba, presbítero. | Foto: Colección Milagros Tejada Bautista.
Las fotos de Castroverde o Kiko Sánchez
La Historia Sagrada, no es que esté reñida con la ciencia. Es que los médicos han suplantado a los profetas. Esto de hoy, de fotografiar a los “nasciturus” y ya saber qué clase de sexo va a pertenecer, aparte de ser una procacidad y atentar a la capacidad de sorpresa que todo ser humano debe alimentar, no se lo permitieron, ni siquiera, Justino Castroverde, ni Francisco Sánchez Pérez, Quico, ni Cuéllar, nuestros más preclaros fotógrafos.
| Las típicas fotos de antes con el recién nacido sobre un cojín con el culito en pompa.
Todo lo más, y lo usted lo habrá visto en cualquier casa decente, su padre o su madre, su abuelo, o su abuela, fueron fotografiados después de nacer, sobre un cojín con el culito en pompa, pero, por delante, nada de nada. Y es que antes había más pudor. Además, se mantenía en vilo a la madre, que preparaba la canastilla “unisex”, pero con un buen pertrecho de lazos azules –por si era niño—y rosas –por si era niña—para, de momento, tenerlo todo adobado y dispuesto.
Antes, se barajaban nombres masculinos y femeninos, a tono con los de los familiares más queridos, o se eliminaban los de los más antipáticos. Era la quiniela de los lazos y los nombres un saludable juego de azar que mantenía una cierta benefactora desazón familiar. Era la reolina que alimentaba la dulce espera del adviento de un nuevo ser.
Las matronas
Ahora, todo ese misterio se ha deshecho. Se le han caído todos los palos al sombrajo de la expectación y la sorpresa.
| Doña María Gálvez, matrona. | Foto: Colección María Barnes, para Gente del Puerto.
Antes, uno lo primero que veía en este pícaro mundo, eran las caras de Doña Carmen Gabiola o de Doña María Gálvez, profesoras en Partos, atentas y diligentes; antes, lo primero que hacía con uno era amarrarle el cordón umbilical, bañarlo en agua calentita, y ponerle la fajita y los perifollos, convenientemente perfumados con alhucema de la sierra; antes se paría, en las casas, con dolor y a grito pelado. Toda esa liturgia del parto doméstico, se ha ido desnaturalizando y para bien de la salud de la madre y del recién nacido, pero ha perdido su ascética, su estética y su ritual.
De la botica, traían una caja de madera, pintada de blanco, que contenía toda clase de aparatos y artilugios para salvar cualquier emergencia. Se montaba un amplio dispositivo de toallas, paños higiénicos, agua caliente, etc. Se oían frases como “está dilatando”, “ya ha roto agua”, etc. Y todo, acompañado de abundantes gritos y ayes de dolor de la parturienta que se convertían en muestras de profunda placidez cuando se oían, por fín, los ¡Uhá!, ¡Uhá!, ¡Uhá!, del recién nacido. La madre, entonces, se quedaba tranquila.
| Foto: Lu Carreras.
Los conventos, atentos a los recién nacidos
Cuando uno nacía, el trasiego de gente en las casas, a comprobar el buen estado de la madre y del recién nacido, era enorme. Por acá, aparecía la mandadera del Convento del Espíritu Santo, llena de cordones de San Blas, brevetines, carteritas del Niño Jesús de Praga, la reliquia de San Blas y otras lindezas y amuletos.
Por allá, no iba a la zaga la portera del Convento de las Pobres Capuchinas, con idem de los mismo; más luego, la de la Purísima Concepción, con escapularios y medallitas aparecían Cruces de Caravaca, la bolsa de San Ramón Nonato, el cuadro del mismo Santo y un olor, mezclado de alhucema y clorina, con la que lavaban los “bajos comerciales” a la recién parida, que, como una gallinita clueca, se mostraba, en cama con “mañanitas” varias de encajes y lazos, a la vista de todo el que llegara. Por aquí, las tacitas de caldo, por allá, tres pollitos tomateros, todos los días, para reponerse de lo laborioso del parto y, así, hasta varias semanas. “Salud para criarlo”, le decían los visitantes curiosos. “En vida de usted”, se le contestaba.
Deposiciones y baño del neófito
A renglón seguido se participaba a las amistades del nacimiento: “Los señores de …, ella de soltera…, participan a ustedes que, desde el día… cuenta con un nuevo servidor”. Pero el nuevo servidor, era, como suele decirse, “una persona humana”. Al pobre infante, que dormía o atronaba la casa desde la cuna, de cuando en cuando se le cogía, se le limpiaba, se le cambiaba y, si acaso no evacuaba con la asiduidad precisa, se le introducía por salva sea la parte, un tallo de perejil mojado en aceite puro de oliva que facilitaba, al parecer, las deposiciones, que dicho sea sin ánimo de ofender, tenían un particular color “caca de niño chico” y un tufo como agrio. Las gasas, los cuquitos, las fajas, el refajo, la camisita, el chalequito, el babero, los patines…, todo hasta las trancas, había que cambiarlos a poco que el olor indicara su conveniencia. Entonces, comenzaban a funcionar la palanganita del agua, la esponjita, los polvos de talco y el “Bálsamo Bebé”, para evitar las escoceduras en las partes pudendas del pobre chico.
Amas de cría y hermanos de leche
Como un bendito se quedaba el neófito, cuando comía. Sobre todo, cuando después de comer, estimulado por unas palmaditas en la espalda, producía un ruidoso eructo. La mayoría de las veces, la madre le daba el pecho al niño. Decían que la leche materna contenía toda clase de vitaminas, minerales y hasta inmunizaba al tierno mamón. Otras veces, cuando la madre “no tenía leche”, los calostros los facilitaba una ama de cría, que se anunciaba en la prensa. Antes se conocía a las amas de cría por los zarcillos que llevaban, que consistían en dos bolas, una mayor y otra menor, de oro, superpuestas. Casi siempre se trataba de una señora que había perdido su hijo, en aquellas épocas de horrible mortandad infantil, o que tenía leche abundante y estaba criando. Así que muchos había que, no siendo hermanos de sangre, se decían hermanos de leche.
La mollera y la palomita
Los principales puntos flacos de un recién nacido eran siempre el ombliguito, hasta que se le secara el cordón, a base de muchos polvitos de sulfatiazol, y la mollera. La mollera, se advertía siempre a los hermanos, no debe tocarse a un niño. Por la mollera, si se oprime o se toca, puede salir una palomita y el niño desaparecer, convertido en paloma. Así se asustaba a los hermanos mayores y a los niños curiosos que veían con estupor la hundida cavidad por donde se acababa cerrando el cráneo.
Los padrinos y el bautizo
| Delante de la pila bautismal de la Prioral, los padrinos Manuel Sánchez Muñoz y Lourdes Poullet, ante la mirada de José Luis Caro (con gafas) Juan Mota Sánchez y Manuel Lojo Espinosa, detrás de este. La ceremonia la dirige el coadjutor del templo, Carlos Román Ruiloba, presbítero. Año 1959 | Colección JMM
Convenientemente preparado, almidonado y planchado el enaguado de cristianar, se ordenaba lo pertinente para el bautizo. La recién parida, que al cabo de varias semanas lo seguía siendo, contemplada y reverenciada, sobrealimentada y repompeada, se quedaba en la cama, convaleciente. Los padrinos eran designados, ni sin alguna discusión sobre ello. Con los padrinos se recrudecían las anteriores disputas sobre el nombre a imponerle al niño, porque aparecían en escena dos personas nuevas con sus gustos y sus manías, ante las que, a veces, había que ceder.
En la Iglesia
El niño o la niña eran llevados a la Iglesia. La tata portaría un jarro de plata con agua calentita, para que, mezclada con el agua salvífica, borradora del pecado original, tuviera la deseada temperatura y la entrada del neófito en la cristiandad operara sin iniciales reparos. Pero, al cabo, los tendría, porque, si no era con la sal, lo era con el crisma, con el agua, con los latines, o con la música.
En la fotografía, tomada en 1952, aparece el equipo de monaguillos de la parroquia de San Joaquín: de izquierda a derecha, Manolo Girón ya de sacristán, Manuel Salido, Cura Párroco, Antonio Espinosa de los Monteros, ayudante de Sacristía, y los monaguillos Gabriel Núñez, Diego Oviedo, Fernando Bueno y el niño Antonio. | Foto: Colección Manolo Girón para Gente del Puerto.
No conozco a ningún niño que no haya prorrumpido en llanto al entrar en el seno de la Iglesia. De aquellos bautizos, yo recuerdo a los monaguillos contestando por los padrinos aquello de “Volo”, es decir quiero, y pidiendo la propina al padrino, por bajo cuerda: “Padrino, no te lo gastes en vino”. A la vuelta, los padrinos, adquiriendo un nuevo parentesco con el neófito y la obligación de educarlo en la Doctrina cristiana, ceremoniosos, entregarían el niño a la madre: “Nos lo diste moro y te lo devolvemos cristiano”
La madre proseguiría todavía en cama, a base de caldito de puchero, pollitos tomateros, jamoncito… hasta que decidiera salir. Entonces, la primera salida a la calle será para la “misa de parida”. | Dedicatoria: a Tily Santiago, para que tenga una horita corta. 13 de agosto de 1995.