Antes que Los Javis, ya estuvieron Los Costus, la carismática pareja de la movida madrileña, que vuelve. Enrique Naya Igueravide y Juan José Carrero Galofré revolucionaron la capital madrileña con su pintura figurativa, plagada de iconos pop, sincretismo ideológico y un desconcertante mensaje (a)político. Una exposición en Madrid recupera ahora su legado. | Fotografía: Juan y Enrique en el jardín de la casa de El Puerto
De todos los relatos pequeños que integran el gran relato una y otra vez contado de la Movida, puede que el de Costus sea el más fecundo. Porque atraviesa una década fundamental en la historia de nuestra modernidad, y porque los hitos que lo jalonan –superación, auge, caída, enfermedad, muerte– responden sin desvíos al patrón demandado por la mitología del show business. De hecho, sorprende que no exista todavía un biopic sobre esta pareja de pintores. O, por ser más específicos, que los Javis no se hayan interesado en dirigirlo, ya que podrían a través de ellos contar su propia historia con la ventaja extra de un final trágico. Pero luego iremos a eso.
El pasado 15 de febrero se inauguraba en la galería madrileña Maisterravalbuena una exposición con obras de Costus, lo que para sus asiduos resultará sorprendente. Digamos que la apoteosis de chochonismo que allí nos espera no es lo que suele encontrarse en este local de la calle Doctor Fourquet, más acostumbrado a artistas conceptuales europeos como A Kassen y Maria Loboda o a la exquisitez formal de Marisa Fernández y Jerónimo Elespe. Cuando le manifiesto mi pasmo a Pedro Maisterra (propietario de la galería junto con Belén Valbuena) él defiende su opción sin vacilaciones: “La exposición es un acercamiento al hecho cultural de la Movida. Además, la obra de Costus está en lugares más importantes de lo que se piensa. Pocos saben, por ejemplo, que el retrato que le hicieron a Carmen Polo forma parte de la colección ICO”.
Enrique Naya Igueravide (Cádiz, 1953 - Badalona, 1989) y Juan José Carrero Galofré (Palma de Mallorca, 1955 - Sitges, 1989), in arte Costus, se conocieron en Cádiz, donde a mediados de los años setenta eran dos estudiantes de arte que encajaban mal con aquel entorno de provincianismo costero y familias conservadoras: ambos eran hijos de militares, e incluso un tío de Enrique estaría después involucrado en el golpe de Estado del 23-F.
| Marina nº 5, 1980
Así que, convertidos en pareja sentimental, se fueron a Madrid, donde sí tenían su lugar, o se lo hicieron ellos. Llegaron en el momento justo para que su pintura figurativa, plagada de iconos pop, fuera saludada con entusiasmo en ciertos corrillos. Su enorme piso-estudio de la calle Palma, en el barrio de Malasaña, operó como central de operaciones de la Movida para alojar una especie de fiesta perpetua donde la gente entraba y salía a su aire, y entre tanta ida y venida ocurría de todo. “—Era como una Factory a lo castizo”, sentencia Pedro, y hay poco que objetar a la comparación porque por aquel entonces la Factory de Andy Warhol era la medida de todas las cosas, el alfa y el omega de lo moderno. Y de eso iba el asunto en Casa Costus.
Por cierto, que la autoría del nombre de Costus es objeto de una disputa tan encarnizada como la de La dama de Armiño. Muchos la atribuyen a Francisco Umbral, aunque el crítico musical Jesús Ordovás ha afirmado que fue él quien primero los llamó así. Julio Pérez Manzanares, autor de la biografía Costus: You Are a Star, señala en cambio a Fabio McNamara. “Costus” por costureras, porque Juanjo y Enrique trabajaban en sus cuadros sin descanso y con tanto mimo como las petites mains sobre un modelo de alta costura. Julio añade otro dato interesante para comprender el fenómeno: “Fabio los llamaba las Costus, así, en femenino, pero ellos decidieron cambiarlo al masculino, porque a partir de cierto momento no se identificaban tanto con ese las”.
La Casa Costus puede apreciarse en todo su esplendor en Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, primer largometraje de Almodóvar, y de hecho los artistas aparecen en una escena rodada allí junto a Carmen Maura, Alaska y el propio Fabio, mientras pintan algunos de los cuadros que –este dato interesará especialmente a los fetichistas– se ven en la exposición de Maisterravalbuena.
| Enrique con Tula | Foto: Paco Navarro.
Ricardo Carrero, hermano de Juan, vivió un tiempo con la pareja, y hoy gestiona la página web dedicada a su memoria. Al habla por teléfono, evoca cuando, a finales de los setenta, Alaska fue de visita al chalé que su familia tenía en una urbanización de la costa gaditana [en El Puerto de Santa María]: “—Teníamos de vecinos a todos los Terrys, los Osbornes y los Domecques. Pues allí vino Olvido, y nos fuimos con ella al mercadillo de los gitanos, y la que se armó porque ella llevaba unos leotardos no sé si de cebra o de pantera. Le dijeron de todo. Ellos eran los más modernos que había. ¡Y no sabes lo que era salir a ligar con Juan! Llegábamos a los sitios y todo era pase, pase, nos sacaban botellas de champán y nos rodeaban los chulos, que podías elegir al que quisieras. Siempre digo que los niños de hoy deberían estudiar la generación de la Movida como estudian la del 98 o la del 27”.
Poco después se fijó en ellos el galerista Fernando Vijande, que acababa de partir peras con su socia americana, Gloria Kirby, y estaba a punto de inaugurar en un garaje de la calle Núñez de Balboa su nueva galería, hecha a imagen y semejanza de lo último de Nueva York. Vijande estaba deseoso de extraerle todo el jugo a aquello que estaba pasando en Malasaña y alrededores sin mucho orden ni concierto y que era la primera manifestación genuina de modernidad en el país tras cuarenta años de dictadura. Buscaba su propia transvanguardia italiana y sus estrellas neopop neoyorquinas, y los encontró juntos y revueltos en aquella pareja gaditana llena de carisma.
| Macarena de a diario, 1980
Así que fue toda una declaración de intenciones que la primera exposición de Galería Vijande, inaugurada el 16 de octubre de 1981, se llamara Chonchonismo Ilustrado y corriera a cargo del colectivo de artistas llamado Costus. Aquella fue una fiesta para recordar en la cosmogonía de la Movida, y también un inventario viviente de sus usos y costumbres. Todo el que fuera alguien –o que soñara con serlo– estaba allí. ¡Las paredes se llenaron de folklóricas, chulos y fauna del ¡Hola! en poses solemnes y colores ultrasaturados. Había muebles de la Casa Costus, y obras de Fabio y de Carlos Berlanga, y el catálogo oficial incluía un texto de Alaska, que, bajo el seudónimo de Angustias, se metía en la piel de una mujer que escribía una carta a un consultorio sentimental porque el hombre del que estaba enamorada no le hacía caso (Julio Pérez Manzanares me cuenta que no se trataba por completo de un ejercicio de ficción, ya que una Olvido Gara de 18 años vivía su particular calvario amoroso por culpa de Eduardo Benavente, líder del grupo Parálisis Permanente, que moriría dos años después).
Ese día supuso al mismo tiempo la cumbre de los Costus y el inicio de su cuesta abajo. Aunque en el catálogo se anunciaba una próxima exposición titulada El Valle de los Caídos, Vijande nunca volvería a exponer su obra. Y aún hoy no está claro por qué a Enrique y Juan les dio boleto su Mefistófeles del barrio de Salamanca. Pedro Maisterra lo atribuye a dinámicas normales entre artistas y galeristas (algo debe saber del tema tras casi dos décadas en la profesión): “—Puede que se produjera un desencanto mutuo y que hubiera que tomar decisiones. De hecho Costus no son los únicos artistas que expusieron una sola vez con Vijande. Lo mismo le pasó a Juan Muñoz, con el que también tuvo su desencuentro”.
|Juan con Zorba | Foto: Paco Navarro.
Pero algo más debió de pasar, porque a continuación los artistas se las arreglaron para pelearse con casi todos sus amigos, y la situación en Madrid se les volvió complicada. Julio Pérez me lo resume así: “—Le entraron las típicas paranoias de artistas. Vijande se había quedado toda su obra, y tuvieron que ponerse a trabajar de cero y muy presionados. Además, empezaron a pensar que todo el mundo a su alrededor estaba allí por la jarana, y que no les dejaban pintar al ritmo que necesitaban. Y por último vieron que amigos suyos como Alaska o Almodóvar alcanzaban de repente mucho éxito mientras ellos iban más lentos. Un poco por todo, las cosas saltaron por los aires”.
| Grace Kelly. 1979.
En 1987, un lustro después de lo previsto, inauguraron al fin su anunciada El Valle de los Caídos, solo que no en la galería de Vijande, sino en la Casa de Vacas del Retiro. En esta serie, en la que habían estado trabajado durante todo aquel tiempo, pintaban a sus amigos (Fabio, Alaska, Bibiana Fernández/Bibi Andersen, o Lucía Dominguín junto a una Bimba niña) en un estilo expresionista que había entregado cierta fracción de frescura a cambio de una nueva solemnidad y un desconcertante mensaje político. Político a fuerza de militantemente apolítico. Este sincretismo ideológico lo encarnaba mejor que ninguna otra imagen un Tino Casal posando melena al viento ante la cruz del monumento franquista y portando una gran bandera roja: el cuadro se llamaba precisamente “Caudillo”. Y lo subrayaba el propio Enrique Costus en una intervención televisiva trufada de frases de antología: “—Un día fuimos al Valle de los Caídos en un estado sobrenatural [risas], y los fachas tienen allí enterrado al dictador, el pobrecito”. O también: ”—Nuestro pasado está ahí, que no lo borren”. Y por último: “—Además, a nosotros [el franquismo] no nos afectó, porque éramos pequeños. Yo hijo de militar y él hijo de marino, pues qué voy a decir del franquismo yo”.
Y toca en este punto retomar el asunto de los Javis: agitar en la coctelera monjas y electro latino —La llamada— o presentar el mundo de la telebasura desde una dinámica de atracción-repulsión —Veneno— para deslizar la idea de que todas las opciones vitales son igualmente válidas no es nada demasiado nuevo. Más aún: podría defenderse que por su voluntad por agradar a un amplio espectro, su preocupación por ofrecer una imagen moderna e icónica y su papel de anfitriones de un microcosmos que aspira a ser percibido como la modernidad de su tiempo, los Costus fueron un claro precedente de los autores de Paquita Salas. La hipótesis no le suena mal a Pérez Manzanares: “—Incluso hay una sensibilidad similar. Grace Kelly y Carmen Polo son para los Costus lo que Paquita para los Javis: iconos del pasado que rescatan pero al mismo tiempo contemplan con cierta condescendencia. De todos modos esto es muy paradigmático de algunas parejas artísticas gays. Pienso en Pierre et Gilles o Gilbert and George, que están dentro de la misma línea genealógica”
| Juan pintando en la casa de El Puerto de Santa María.
El último año y medio de su vida fue especialmente complicado. Ricardo Carrero había alquilado con unos amigos un gran chalé en El Puerto de Santa María (lo que allí se conoce como “un recreo”), pero los amigos fallaron y en su lugar entraron Enrique y Juan, llevando consigo su ajuar de modelos, muebles y obras de arte. Ellos se instalaron en la planta baja y Ricardo en el primer piso.
Al poco tiempo, Enrique empezó a dar señales de que algo no funcionaba bien. “—No sabíamos aún que tenía el VIH, pero se ponía malo cada dos por tres y discutía con todo el mundo”, recuerda Ricardo. “—Estaba muy petardo, tanto que hasta yo me enfadé con él y me alquilé un piso”. Juan comenzó a acariciar la idea de separarse y se buscó una casa en Sitges. También salió varios meses de gira con Tino Casal –su función consistía en simular que tocaba los teclados y agitar su melena dorada mientras sonaba la música pregrabada–, dejando a Enrique solo y aislado en El Puerto. Un día se puso tan mal que hubo que ingresarlo en Cádiz, donde le hicieron pruebas, y entonces llegó el diagnóstico médico.
| Enrique pintando.
“—A partir de aquello Juan se volcó en Enrique, y se fueron los dos a vivir a Sitges”, prosigue Ricardo. “—Pero el dueño de la casa se había enterado de la enfermedad por la prensa y había cambiado la cerradura. Se fueron a un juzgado y les dijeron que tenían todo el derecho a entrar, así que llamaron a un cerrajero y allí se quedaron”. Enrique Naya fallecería por causas derivadas del VIH en la primavera de 1989. Un mes más tarde, Juan Carrero se quitaba la vida. “—Él era portador sin desarrollar la enfermedad. Pero al ver el deterioro que había sufrido Enrique debió de decirse, yo de pasar también por esto ni mihita”.
Ricardo no ha olvidado el día en que conoció a Enrique, por 1974. Juan se lo había presentado como un amigo. “—Le pregunté, Juan, ¿tú tienes algo con Enrique? Me dijo que sí. Y yo le dije, pues yo también soy gay. Parece increíble: éramos hermanos, vivíamos juntos, dormíamos en el mismo cuarto, pero no lo habíamos hablado nunca porque en aquellos tiempos de eso no se hablaba. Fue un día mágico, porque desde entonces no solo fuimos hermanos. Éramos amigos”. | Texto: Ianko López | Fotos: Cortesía Costus | Fuente: Vanityfair.