El día después en el que el Atlético de Madrid caía eliminado en la Copa ante el Cornellá, de Segunda B, fallecía un jugador del Basconia (ahora Baskonia), modesto equipo de la localidad guipuzcoana de Basauri, que en 1962 también eliminó por sorpresa en la cita copera al por entonces casi invencible club rojiblanco. En la suplencia de aquel equipo vasco que sorprendió en la Copa, y donde fue descubierto como guardameta Iríbar (dos años después se convertiría en campeón de Europa con la selección), se encontraba un joven jugador salmantino, Joaquín Corredera Andrés, que poco después pasaría al primer equipo de su localidad natal, la UD Salamanca, con el que participó sólo en un puñado de encuentros.
En el césped del Helmántico se curtió aquel pelotero bajito pero hábil e ingenioso, extremo correoso y difícil de derribar, que tras dejar prematuramente las botas se decantaría por la docencia. El fútbol le marcó su carácter atlético, con una escondida fuerza elástica tan poderosa como su voz enseñante. En el edificio de La Salle Santa Natalia llegaban a atronar los subrayados de don Joaquín. Tenía algo de actoral esas regañinas ("botijo que eres un botijo", "tarugo") y era de los que sabía exigir por temperamento y mirada fija, lo que llegaba a sacar lo mejor de los estudiantes. Era tan temible como cariñoso, tan iracundo (en apariencia) como guasón. Rocoso en aspecto, era amable y siempre sonriente, gesto que podía torcerse ante cualquier pupilo que lo desafiase con una tarea sin hacer.
En la mañana posterior al 23 F le recuerdo colocar los dedos en forma de victoria ante el cristal del aula de su buen amigo don Eleuterio. Por generación y estilo formaba una tripleta de docencia renovada junto a José Luis Corbacho. Y el ideario progresista que latían en sus lecciones lo aportaba sin estridencias. Con él aprendimos en 6º o 7º de EGB, años decisivos, el micromundo de las células y el macromundo de las ecuaciones y los malditos polinomios. Y buena parte de la tabla periódica. Ay, los elementos. Que de elementos tenía que pulir.
De sólido a líquido el proceso se llama fusión. Yo lo sé sin mirar el Google. Lo recuerdo por la insistencia de don Joaquín, que con el azucarero del bar y un chorro de agua demostraba la disolución o la saturación. Por él recuerdo perfectamente dónde está el aparato de Golgi: en el citoplasma. Berilio, Magnesio, Cesio, Estroncio, Bario y Radio.
Con disciplina y más de una advertencia de cómo debían quedar las fichas depositó en la memoria del disco duro de sus alumnos bastante de cultura general y valores para siempre.
Sería en el verano del 71, porque en aquellas mañanas él estaba en el parvulario que llevaba su mujer, la siempre cariñosa y dulce señorita María Luisa, María Luisa Mayordomo, cuando con las tarjetas de las sílabas Paláu don Joaquín me enseñó las primeras nociones de lectura. "U, uva", y se llevaba la mano al racimo dibujado, comiéndose esas uvas imaginarias. A de araña, e de elefante. I, por supuesto, de iglesia. Y partir de ahí, con la solvencia de los docentes mentalizados en una labor para el día de mañana, don Joaquín y la señorita María Luisa nos pasearon por las letras, descubriendo la lectura, retándonos con el lápiz para convertir en algo legible nuestros toscos palotes. "Regulín, regulán", corregía María Luisa en la página del cuaderno Rubio (los verdes, los de caligrafía). La primera vez que vi escrito "Francis", mi nombre de escuelita, con la efe adornada, fue con la letra de la esposa de don Joaquín para identificar mi cuaderno. Ella se divertía con ese niño de frente sincera y rodillas masacradas que se impacientaba entre las sílabas. Don Joaquín, de quien sólo podría escribir buenas palabras, siempre me estuvo en buena estima, de mocoso, como alumno lasaliano y como adulto que iba labrándose un futuro en este oficio de unir frases con cierta coherencia. Un honor siempre tener la consideración de este matrimonio que me enseñó a nadar en el mar del castellano.
En aquel Parvulitos de la calle Larga, donde ir a jugar al parque de la Victoria se convertía en una expedición, bastantes niños del entorno de la Vid, de los tramos cercanos de Cielos y Larga y sobre todo de la joven zona de El Molino, adquirimos el suelo de nuestros conocimientos básicos y además sin traumas ni malos recuerdos. Aprendimos lo suficiente para un buen paso al colegio, así que en lo más esencial de nosotros están asentados esos suaves años de bancas blancas, rezos infantiles y silabeos en destellos. En un parvulario empapelado de blanco con soldados de uniforme rojo y tocados por el bearskin. Donde aprendimos el funcionamiento del semáforo porque era el que regía la puerta del servicio, aprendimos a tener paciencia y cuidado al borrar y donde también aprendimos a sumar sin llevar, porque eso de llevarse cosas está muy feo.
Don Joaquín aún debe resonar en los recuerdos infantiles de tantos alumnos de La Salle, de varias generaciones, con sus explicaciones de matemáticas y ciencias, que corrieron a su lado en aquellas horas de educación física por aquel inmenso campo de tierra del colegio o por las canchas en los que se dividió después, acatando los saltos en el plinto y en el potro, potros de tortura para los alumnos incondicionales de los tigretones como yo. Nunca quiso ser ese profesor pedante que por su pasado futbolístico podía contar sus batallitas. Si había que jugar al fútbol, patadón y adelante, que era cuestión de disfrutar.
Amigo y compañero con quienes compartía desvelos educativos, sus charlas de pasillo con Vicente Juan Selma, Antonio Velázquez, Juan Bautista o Carlos Casado, a veces tenían carácter de cónclave. Además de la amistad juvenil con Rafael Bermudo, congenió también especialmente con el hermano José María, un vasco también sonriente con el que seguro que Joaquín intercambió más de un recuerdo de Iríbar, aquel portero que asombraba a aquel salmantino en el banquillo que podía haber sido un futbolista de Primera División y que estaba llamado a dejar su impronta en El Puerto de Santa María. | Texto: Francisco Andrés Gallardo.
Don Joaquín nuestro cariño y siempre nuestro recuerdo y respeto, jamás dejaremos de echarlo de menos en nuestras tertulias de la mesa redonda,
Ya no son igual pues falta una de las piezas principales del ajedrez
Un abrazo al más allá y nuestro respeto y admiración
Nosotros Juan A y Marisa
Muchas gracias por estás hermosas palabras, a la memoria de mi hermano. Me ayudan a sobrellevar estos momentos tan duros. Gracias por apreciarle tanto. Un fuerte abrazo. María Corredera Andrés.
A Don Joaquin, no habría que dedicarle una calle, hay que ponerle su nombre a una barriada o a un colegio muy grande, como lo fue él ¡Tomad nota eminemcias locales!
Fui al parvulario de Don Joaquín en la calle Larga y lo recuerdo con muchísimo cariño.
Has descrito a don Joaquín y la señorita María Luisa, que parece que los estoy viendo allí en la calle Larga y en La Salle. Felicidades
Debería existir un tipo de persona al que se denominase: Joaquín Corredera.
O Capitán, mi Capitán!
Hasta siempre, AMIGO.