Acaba el 2020 y yo, en vez de propósitos --mecahis en la mar-- lo único que tengo son dudas. Más dudas que un daltónico para elegir color. Soy daltónico, así que sé de lo que hablo.
Mi cabeza tiene un cable que no para de enviar señales de dudas a la centralita desde hace unas semanas; ¿Cómo será el mundo que nos viene? ¿Perderemos el derecho a la sanidad pública? ¿Lo teníamos ya perdido o solo está muy maltratado? ¿Para qué pagamos a tantos científicos y expertos con titulación y años de experiencia cuando en Facebook está mi cuñado Manolo para hacernos ver la luz? ¿Debería dar calambre el botón de compartir en las redes sociales? ¿Y el de comentar? ¿Los héroes durante la pandemia pueden volver a la invisibilidad y precariedad laboral cuando pase la tercera ola? ¿Habrá tercera ola? ¿Cuándo vamos a volver a la anormalidad normal que teníamos antes? ¿De verdad queremos volver a esa mal llamada normalidad?
No sé qué será lo que se cuente de nosotros como sociedad en los futuros libros de historia, ni si ha servido este 2020 para salir más fuertes y mejores, como muchos –necios- creímos, pero una cosa sí tengo clara: pertenecemos a una generación sin experiencia de sufrimiento colectivo. Por eso nos ha golpeado tan duro, por eso nos quejamos tanto. Y, aun así, los que hemos pasado el año y el confinamiento con agua potable, aire acondicionado, internet, Netflix, la despensa llena y nuestros teléfonos móviles haciendo videollamadas, sin perder –además- ningún familiar ni allegado, no tenemos derecho a quejarnos. Seguimos siendo unos privilegiados en la desgracia. Piensen, por ejemplo, en que cuando decretaron el confinamiento, las personas sin hogar pasaron a ser apátridas, parias invisibles. Más invisibles aún de lo que ya eran para esta sociedad. Ya saben lo que se decía: la tormenta sí es la misma para todos, el barco con la que la enfrentamos, no.
No tenemos el mérito de generaciones pasadas en tiempos pasados con crisis pasadas; al menos un elevadísimo porcentaje de la población. Al revés, deberíamos de tener la vergüenza de que, en pleno siglo XX, ante una crisis así, haya personas que hayan pasado esto con la precariedad y medios de generaciones anteriores.
Por tanto, a pesar de todo, los que seguimos en este mundo, tenemos que irnos de 2020 agradeciendo, pero siendo conscientes de que el futuro tiene un rumbo bastante distinto al trazado por quienes nos venden nuestras fortalezas de cristal. Y que ese cambio de rumbo es cuestión de justicia, dignidad y humanidad para con quiénes no tienen una situación tan ventajosa. También, que ese cambio de coordenadas, es responsabilidad de todos. Hay que asentar los pilares de lo público. En la sanidad y la educación – públicas, por supuesto- y en su correcta gestión nos va la vida, porque en ellas nos va el futuro.
Vivíamos –y seguimos viviendo- en una sociedad líquida, volátil. Éramos conducidos sobre vías invisibles, raíles impuestos y aceptados con condescendencia por parte de algunos y con resignación por parte de otros. Una sociedad injusta y desigual en la que una inmensa mayoría acepta las reglas y las trampas sin cuestionar ni levantarse.
Éramos – somos- una sociedad que marcha a un ritmo vertiginoso en el que todo el mundo tiene que tener tiempo para hacer de todo, pero sin disfrutar de nada. De pronto, la vida tiró del freno de mano y nos ha parado en seco. Todas nuestras certezas salieron por las ventanas, algo que es un riesgo. En momentos de duda, las certezas obtusas y simplistas de los nacionalismos, patriotismos, religiones y sectarismos ideológicos cobran fuerza. Charlatanes sustituyendo a científicos y pensadores.
Además, tenemos Facebook y redes sociales, altavoces que sirven para que los burros que se nutren de estas certezas, dispongan de un amplio campo cibernético donde amplificar y diseminar sus rebuznos. Los propios medios de comunicación y desinformación corren en una carrera diaria cíclica e infinita por acumular clicks y shares; el rigor periodístico, la veracidad, forma o relevancia de la noticia es lo de menos. Ramón Lobo alude al cambio de lo trascendental e importante por lo llamativo. Razón no le falta.
2021 tiene que ser el año del cambio de coordenadas. Pero, por encima de todo, 2021 debería ser el año de no olvidar.
No olvidar reconquistar las cosas importantes a las que nunca dimos importancia: Los afectos, las compañías, los momentos, los gestos, los barrios, los espacios de encuentro, la educación, la cultura, la comunicación…
De no olvidar quién estuvo a nuestro lado cuando más falta nos hizo y quién estuvo al lado del dinero. Ahora tenemos la oportunidad de revertir el modelo, apoyando a las tiendas y establecimientos de proximidad, aquellas que aumentaron y reinventaron sus servicios para atender a la población de riesgo, llevando alimentos, medicinas y distracciones a nuestros mayores. De no olvidar que las jerarquías cambiaron y se dio su lugar a los que sustentan los pilares del sistema; personal de limpieza, sanitarios, personal geriátrico, atención al cliente, cajeros de supermercado y repartidores; curiosamente trabajos ninguneados, con condiciones precarias, infravalorados y denostados.
Habría que revisar también nuestras fronteras interiores, las que establecemos desde nuestras puertas de casa hacia afuera, de nuestro bloque hacia la calle, de nuestra calle hacia el barrio, del barrio hacia la ciudad, de la ciudad a la provincia y así sucesivamente… olvidarse de ellas. Todas estas fronteras se diluyeron cuando el sentimiento de grupo, la necesidad de sentirnos acompañados, floreció en los balcones. No habría que olvidar nunca esa sensación de cordialidad y cercanía. Esa humana emoción: el amor. La emoción de sentirnos queridos.
El humor colectivo depende de los pequeños gestos individuales hacia los demás y cada uno de nosotros solo somos responsables de los gestos que lanzamos, no de los que recibimos. Si vamos a discutir, que sea por verdades, no por tonterías.
2021 es un año perfecto para decirles a nuestros gobernantes y gestores que necesitamos espacios verdes, de encuentro, y políticas que los promuevan, los desarrollen y los protejan.
Igual de necesario es que nuestra consciencia en este aspecto crezca y se refuerce.
La naturaleza es vida, nuestra vida. El cambio aquí también es urgente y necesario.
No podemos volver a la normalidad, porque nuestra normalidad era el problema.
Y, para terminar, les diré que 2021 debería ser el año para olvidar la falsa creencia de que somos especiales, eternos e indestructibles. De recordar que un simple virus hizo que desapareciera la certeza de “el año que viene”; que quedaran aplazados los “para más tarde”, los “te veo otro día”, los planes, los viajes, la felicidad…
Inconscientes nosotros, que vivimos pensando que la felicidad está por venir o puede esperar para otro momento. Como si hubiera una ocasión mejor para ser feliz.
Ojalá que el próximo año seamos capaces de entender que vivir significa disfrutar de lo que nos rodea, del momento. Que la felicidad es aquí y ahora, a pesar de todo.
Feliz 2021 y feliz presente. | Viñetas y texto: Alberto Castrelo.
Cada párrafo es un corolario filosófico, una magmífica lección de vida. Enhorabuena y felicidades por toda tu trayectoria en GdP.