Nuestro coloso particular, el que gracias a la solidaridad de la Red de Acogida porteña vive, estudia y sueña con los ojos abiertos albergado en una familia de las que no hay muchas en El Puerto de Santa María, y que hace poco más de un año experimentó con la espalda y el alma empapadas de sal marina y arena dorada, que la línea imaginaria entre la vida y la muerte depende tan solo del poder inmortal de los mitos. | Foto: Juan Carlos Toro.
El que tuvo de su parte a la diosa Fortuna que con una venda en los ojos y su actuar indiscriminado alzó hacia las estrellas su pulgar para que precisamente, él, Hamza Elouazzani, muchacho de fácil sonrisa, natural de Salé, descendiente de aquellos moriscos pacenses expulsados de Hornachos que crearon su república independiente en el reino alauita, extremeños como los que más, que tuvieron que abandonar sus casas y propiedades, sus riquezas e incluso hasta en ocasiones a su propia descendencia por mor del carácter xenófobo que siempre ha convivido con malas hechuras entre las supuestas civilizaciones que han habitado y habitan nuestro planeta.
Hamza, casi sin darse cuenta, quiso rememorar a sus antepasados y hacer un camino de vuelta que en su día por mucho que lo intentaron ellos no pudieron emprender. Su singladura que comenzó hace ya dos otoños, se convirtió en un camino de no retorno para veintitrés de sus compañeros de viaje. Éxodo que emprendieron en busca de salario, formación y vida digna, y que se convirtió en una de esas tragedias de las que ya no nos remueven las tripas. Bueno, salvo a las personas y familias pertenecientes a la Red de Acogida de El Puerto.
Ellos nos están dando un baño de solidaria realidad al intentar paliar en la medida de lo posible la indefensión, la vulnerabilidad y el desabrigo que chavales como ya nuestro convecino Hamza, encuentran cuando son expulsados por el mar en algunas de nuestras playas.
El papel cuché genera héroes y heroínas de cartón piedra que se difuminan en un abrir y cerrar de ojos. Otros, son verdaderos héroes de cristal que, a veces, muchas por desgracia, se tornan en cristales rotos. | Texto: Manolo Morillo