Hay dos maneras de estar en el mundo. Como pistolero de un poblado de Oeste en el que las diferencias se dirimen por las bravas y, llegado el caso, a balazo limpio, como un western en el que se masacra a los indios, se dispara contra el pianista del salón y se ahorca sin juicio a los forasteros después de salir de misa. O bien como vecino del barrio de uno, como la casa común en la que nadie es más que nadie, las flores del patio lucen para todos y el puchero por muy escaso que sea llega a todas las mesas.
Las amigas de la Red de Acogida de El Puerto viven en el barrio de un mundo en el que aún resuenan los ecos sagrados de aquella vecindad antigua en la que la vida tenía el sabor antiguo de la fraternidad. Generosas y valientes, salen cada día muy temprano a la casapuerta de la vida a baldear el tiempo estancado de un presente hostil con los que menos tienen, a encalar y enlucir historias heroicas de viejas militantes de cuya grandeza tan poco saben las nuevas generaciones. ¿Quién dijo que todo está perdido?
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