Se refiere Luis Suárez Ávila en este artículo escrito hace muchos años en Diario de Cádiz, a la labor de los arquitectos, afirmando tener mas fe en los maestros de obras que tuvo El Puerto de Santa María, a los que cita; también al ‘imbécil’ Bartolomé Ojéa Matamoros, arquitecto de entre siglos XVIII y XIX que redactó un informe en el que, en pleno neoclasicismo, condenaba al derribo el gran aparato mixto de arquitectura, escultura y pintura que ocupaba todo el ábside de la Prioral, que tanto asombro produjo desde el siglo XV a cuantos lo vieron. También tiene palabras elogiosas para la restauración de la conocida como ‘Casa del Golpe’ por el bar que le dio nombre.
| Lucio Anneo Séneca
Séneca, en su Epístola Moral a Lucilio, escribió: "Créeme, yo era feliz en aquel tiempo en que no había arquitectos". Esta cita ha merecido estar escrita en uno de los paramentos del Instituto del Restauro de Roma; que por algo será el temor a la infelicidad que se traslucía en Séneca y que permanece en la docta corporación romana, al cabo de tantos años, como un peligro que ha de evitarse.
Un amigo mío, aunque desde luego sin la altura intelectual de Séneca, consideraba a los arquitectos bultos sospechosos.
Lo que sí es cierto que los arquitectos, cada vez hacen mayor bulto, y cuando se reúnen, tienen que hacerlo en la calle, porque no caben en los recintos amurallados y techados. Ahí tienen Vds., sin ir más lejos, el reciente congreso de arquitectos celebrado en Barcelona. Y es que tanto genio junto, tanta invectiva, tanto conocimiento, tanto arte reunido es inmarcesible. Ningún edificio los pudo cobijar y tuvieron que reunirse en la calle, como si se tratara de la manifestación de un vulgar sindicato o de una organización no gubernamental.
Estoy seguro de que esos nueve mil arquitectos reunidos no han decidido, ni darse un garbeo por la historia del arte, ni refrescar la teoría de los estilos, ni pensar que son artífices de las líneas y los espacios. Allí se han reunido para reafirmarse sus conciencias de que son genios, que están investidos de un poder sobrenatural para domesticar la materia constructiva y de que el arrojo y el atrevimiento han de imponerlo día a día al sufrido usuario de sus acreditados talentos.
| Rafael Moneo, arquitecto.
A todo el que no es Moneo, con las reservas que incluso a Moneo hay que tenerle, lo lógico y natural es que haya que exigirle que su obra no se note; que pase desapercibida dentro del espacio donde actúe; que integre lo que hace en el conjunto sin graves traumas para el paisaje urbano; que se examine, si es que tiene capacidad de autocrítica, antes de derribar algo, y llegue a la conclusión de que está cualificado para realizar otra cosa que supere a lo preexistente que denosta y malbarata.
Me temo que llevaba razón un amigo mío que, con tino y acierto, me fabulaba, diciéndome que, como todo el mundo sabe, en las casas se come en el comedor y se evacua en el retrete; lo que no se hace es evacuar en el comedor y comer en el retrete. Y acababa con la moraleja: así los arquitectos que se sientan genios, deben ejercitar las delicias de su intelecto en lugares inhóspitos, fuera de los casos urbanos, en los extramuros o en los extrarradios, pero nunca dentro, donde están ya fijadas las constantes, las invariantes, de la arquitectura amasada a golpe de siglos, filtrándose, estilo sobre estilo, y aun permaneciendo y aflorando otros que soterradamente quedaron en el escueto repertorio de los maestros de obra.
O lo que es lo mismo, dicho en cristiano: Para cagar, váyase al campo. (A lo que conviene añadir: si es que en el campo le dan cabida).
| Nave principal, altar mayor y ábside de la Prioral. | Foto: Archivo Municipal de Cádiz.
Bartolomé Ojea Matamoros, y el derribo del retablo del ábside la Prioral
Le tengo particular inquina a un arquitecto que floreció por los años finales del XVIII y principios del XIX en El Puerto de Santa María. Se trata del imbécil de Bartolomé Ojéa Matamoros. Este prócer del ingenio y de la osadía, redactó un informe en que, en pleno neoclasicismo, condenaba al derribo el gran aparato mixto de arquitectura, escultura y pintura que tanto asombro produjo desde el siglo XV a cuantos lo vieron. Se trataba del inmenso retablo de Roque Valduque, con las veinticinco tablas de Juan Ramírez, el pintor que introdujo a Esturmio en los ambientes andaluces, que ocupaba todo el ábside de la Prioral portuense. Ojea Matamoros dictaminó que era preciso apear el retablo, "porque era obra gótica, confusa en su arquitectura y escultura, y de ningún mérito artístico".
| Firma de Bartolomé Ojea Matamoros.
Y así, con tres líneas, se terminó con el histórico retablo que alabó el historiador Agustín de Horozco, criado de Felipe II. Así, por el caprichoso dictamen de un inculto arquitecto se nos privó de tamaña obra de arte. El caso no es único. Uno tras otro profesional del ramo, investidos de la gracia del genio y del talento, han ido arruinando el patrimonio arquitectónico español, en aras de lo que le han metido en sus molleras que es progreso.
Yo, la verdad, tengo más fe en los maestros de obra. Porque un maestro de obra es empíricamente cauto, sumergido en la tradición que no se atreve a romper; lúcidamente funcional, que pone el toque de lo innecesario, pero estéticamente equilibrado; que da a la asimetría un valor cotizable, que es impermeable a las corrientes y a las modas pasajeras...
Acaso por eso, Alfonso Jiménez, Doctor Arquitecto Superior, rehuye titularse así y prefiere ser el Maestro Mayor de la Fábrica de la Santa Iglesia Catedral de Sevilla.
Cuando los arquitectos se desposean de su altanería, de su vanagloria, de su insensatez, de su ignorancia punible, lograrán ser unos verdaderos maestros.
El día que los arquitectos se manejen por las invariantes de las arquitecturas locales, como peces en el agua, y , como los músicos, logren forjar variaciones sobre un tema, será un día dichoso para todos. Porque la mayoría de estos buenos señores, se bastan y se sobran con un ordenador que les calcule y les diseñe y un par de revistas extranjeras, cuyos textos no saben leer, que les ponen al loro de las modas de la arquitectura escandinava o de la francesa y no se paran a pensar que la fuente de su inspiración pasa por pasearse a pie y mirar de arriba a bajo las fachadas, patear los patios, entrarse por los huecos de escaleras, husmear los jardines interiores, palpar los materiales autóctonos para aprender a emplearlos con propiedad y devoción, y, sobre todo, cogerle el ritmo y la mesura a las escalas, para no caer en la tentación de construir casitas de la Señorita Pepis con las bendiciones de la muy docta y preclara Comisión Provincial de Patrimonio.
| Esquina de la calle San Juan con Cruces. | Foto: Google.
‘Casa del Golpe’
Todo esto viene al caso, porque he pasado por la esquina de la calle San Juan con Cruces y he visto la "Casa del Golpe" [por haber estado allí el bar del mismo nombre], solar insigne de los Farfanes, en que vivieron, y a la que vuelve José Calixto Gómez Rodríguez, uno de ellos, su actual propietario. La ha labrado de nuevo, aprovechando la fachada de cantería del XVIII. Ha desmontado el techo de tejas antiguo y ha tenido el buen gusto de volverlo a montar y conservar el lomo y la punta en forma de cabeza de bicha, con su lengua hecha con una estaca de madera, como estaba.
Son detalles estos y otros muchos que dan tono a la arquitectura; que la conectan con los ancestros; que le dan algo de encanto y misterio. Y por muy poco dinero; por casi nada. Eso, los arquitectos no lo valoran, ni les preocupa. Ni siquiera se plantean al desmontar un antiguo tejado, que la forma de construirlos, de toda la vida de Dios, era esa.
| Planta de la Prioral según el maestro de obras Antón Martín Calafate | Archivo Municipal.
Maestros de Obra de El Puerto
Por eso hay que aplaudir a los propietarios que exigen a los arquitectos respeto y atención con los mínimos detalles que dejaron perfilados, el "maestro del Puerto", Alfonso Rodríguez, en el siglo XV; Andrés de Rivera, en el XVI; nuestros maestros Pedro Mateos de Grajales, Antón Martín Calafate, Francisco de Guindos, en el XVII; Andrés Paniagua, José Ortega, Pedro Alonso Rodríguez, Andrés Llanos..., en el XVIII; los maestros de obra Angel Pinto, Miguel Palacios Guillén, Diego Filgueras, Fernando Moreno o los Romero Planas, en el XIX; los maestros Joaquín Gálvez, Baldomero, los Loros, los Rojas, Sánchez... en el XX, hasta conseguir que fueran rasgos autóctonos de nuestras construcciones.
Desmentir a Séneca. Eso quisiera. Yo no sería más feliz que con arquitectos devotos y deferentes con el ingenio de otros; apegados al pasado y forjadores dinámicos del porvenir; fervorosos observadores de lo mínimo; insaciables aprendedores; diestros dirigidores del espacio y los volúmenes y que, a la postre, después de haber firmado el certificado de final de obra, no se haya notado que han pasado por allí. Eso es lo que les hace grandes. Así sea.| Texto: Luis Suárez Avila