El presagio de la Navidad eran para mí los olores del lentisco que traía todos los años Paco el jardinero de mi tío Javier, el fresco olor de las sullas y los hijuelos de pitas del Camino de los Enamorados, el olor de las hojitas de plantas silvestres del Coto, el olor del yeso húmedo, el olor de las pinturas terrosas en cuencos, con agua, el olor del corcho recién partido, el olor de la miel calentada al que siempre acudía, a la ventana de la cocina, un enjambre de abejas, el olor de los pestiños friéndose en la sartén, el olor del pavo haciéndose al fuego, el olor del anís Periquito, el olor del Cacao Pico, el olor de los mantecados, el olor de los roscos de vino, el olor de las tortas de Meme Máiquez, el olor del turrón y de las figuritas de mazapán de Soler, el olor del pavo trufado y de las tortitas enmeladas, retorcidas como grandes orejas, de Rosarito y Bella Simeón, el olor del frío –que el frío también huele--, el olor a incienso, el olor a candela, el olor de la alhucema, el olor de la colonia artesanal que Don Augusto Haupold hacía en su laboratorio y mandaba a sus amigos de regalo, con aquellas tarjetas en que campeaba su lema: “Salud, Paz y Bien”... Toda una sinfonía de olores. Y de sabores. Olor y sabor de santidad. La Noche Santa nos sugiere, me sugiere, todos esos olores con sus sabores. Porque el olor y el sabor están íntimamente relacionados. (Fragmento).