Anatole Demidof, (San Petersburgo 1813- Paris 1870) de familia aristócrata rusa [Primer Príncipe de San Donato], vivió en París dedicado a los negocios y a la representación diplomática. Organizó una expedición científica al sur de Rusia y Crimea. Sus artículos referidos a la situación rusa le valieron enfrentamientos con el zar Nicolás I. En su libro “Etapes maritimes sur les côtes d’Espagne de la Catalogna a l’Andalousie: souvenirs d’un voyage executé en 1847”, editado por Felix le Monnier. Florenza, 1858, nos cuenta sus impresiones sobre aquel Puerto de Santa María que conoció en la primera mitad del siglo XIX.
“El aire es puro y la mar está lisa. Un barco a vapor que se puede encontrar muchas veces al día amarrado al malecón de Cádiz nos va a llevar a Puerto de Santa María, ciudad célebre por sus corridas de toros, y que debe su fundación a Isabel la reina Católica que ordena su creación en 1488.
Ocupamos el tiempo del trayecto, ni más ni menos como si fuésemos unos auténticos ingleses, a recorrer la guía de Murria, ese grueso libro que en la maleta de los turistas del otro lado del canal es un indispensable como el Mac-Intosch clásico.
El Puerto es una bonita ciudad, graciosamente asentada al borde del río Guadalete, teniendo por perspectiva, el barrio alegre que forma su Alameda, las colinas cubiertas de árboles y de verdor, aspecto raro en estos parajes. Unas calles largas pero mal pavimentadas, donde la población no es numerosa, cortan la ciudad con ángulos muy regulares. Somos acogidos al desembarcar por uno de los principales habitantes extranjeros del Puerto, M. Burlon, que prevenido desde hace tiempo de nuestra visita por los cuidados de nuestros amigos de Gibraltar, nos llevó a un viejo palacio de noble apariencia convertido en una excelente casa inglesa. Recibimos allí un almuerzo donde el refinamiento y lo abundante se unieron para satisfacer la visión y el gusto. Es en esta mesa donde conocimos los magníficos jamones de Agra, pequeña localidad de la provincia de Málaga, que no es conocida en el mundo gastronómico como merecen la perfección de sus productos.
Al terminar esta hospitalidad tan inglesa, recorrimos rápidamente la ciudad para
visitar en principio la catedral, gran edificio donde el arte gótico, y más tarde el del renacimiento, se asocian para producir un majestuoso conjunto; reparamos en las grandes riquezas materiales, y entre otras una mesa de comunión, que no es otra cosa que una espléndida y maciza balaustrada de plata.
Obedeciendo a la ley de los contrastes que nunca jamás se aplica con más frecuencia que en los viajes, salimos de la iglesia para entrar en unas vastas bodegas llenas de productos de Jerez transportados al Puerto para el embarque. Unas enormes barricas apiladas en buen orden en estos grandes almacenes, atestiguan la importancia del comercio que se intercambia entre Andalucía e Inglaterra. Los productos de Jerez en efecto son en su mayoría llevados a la Gran Bretaña, de los que hacen un gran consumo.
Nos subimos en tres cabrioles elevados, con los tableros floreados y con forma antigua. Parecía, a juzgar por lo que habíamos visto hasta aquí, que en España no se ha fabricado un solo coche desde hace un siglo: estábamos siempre en carrozas Pompadour. Una vez acomodados, y el mayoral sentado de lado sobre la vara del respetable vehículo, partimos gallardamente al son de mil cascabeles. La ruta del Puerto a Jerez es bonita y cercana, pero nosotros la abandonamos pronto empeñados en esta travesía arenosa para ir a visitar la Cartuja”. (Págs. 248-250). | Texto: Juan Gómez Fernández.
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