De pequeño, mi primera estación penitencial en los días previos al Domingo de Ramos era la barbería de Jiménez, que estaba justo al lado del Bar Los Pinchitos, a donde me mandaba mi madre –dile a Don Antonio que te descargue bastante- para cumplir con el mandamiento de santificar las fiestas con el cogote recortado y en perfecto estado de revista. Yo obedecía sin rechistar, pero no entendía muy bien por qué Jesús podía enfadarse si me veía con el pelo largo: él y sus amigos tenían unas pelambreras que parecían Ismael y La Banda del Mirlitón.