La oralidad es cosa viva, movediza, subordinada del oído y de la memoria. En cuanto lo oral se escribe, queda fijado, pintado. De ahí eso de lo vivo y lo pintado. Y viene a cuento porque si, recordamos, las jarchas, cancioncillas en lengua romance que sirvieron a los poetas hispanoárabes e hispanohebreos para estribillos de sus muaxajas, mientras vivieron, desde siglos, en la oralidad, estuvieron pendientes del oído y de la memoria.
En cuanto a los poetas hispanoárabes o hispanohebreos las pusieron por escrito, han obligado a hacer verdaderos juegos malabares para poderlas leer. Porque las jarchas, habladas y sonadas en lengua romance, al ser escritas con caracteres árabes o hebreos resultaron unos auténticos galimatías para Stern, para Dámaso Alonso, para García Gómez o para Álvaro Galmés. Y es que trasladar la oralidad de un idioma a escritura o sonidos de otro, es un ejercicio verdaderamente diabólico. Pero ahí están –gracias a eso- las muestras más primitivas de nuestra poesía.
Caso parecido es lo contrario, es decir, volcar por vía oral lo recibido oralmente pero que resulta estar escrito en el propio o en otro idioma. Así la canción infantil francesa «Adieu, collège, je me veux marier» se canta «Arroz con leche, me quiero casar».
Con honrosas excepciones, el beaterio y, a veces, el presbiterado hispano es perfectamente inculto. No están muy lejanos los tiempos en que había «curas de misa y olla», e incluso curas, como aquel de Gonzalo de Berceo –más lejano- que no sabía decir más misa que la de «Salve, Sancta Parens» y ninguna más. Y es que, el latín litúrgico –ya sea el del sacerdocio, o el del beaterio- se suele ejecutar oralmente por aproximación fonética. Es decir, que suene adecuadamente, aunque no diga lo que debe decir, ni el que lo dice lo entienda.
Un caso: al final del «Salve, Regina...», no hay más que esperar para escuchar al beaterio enardecido: «Oh, dulcísima María», en lugar de «O dulcis Virgo María». Sin ir más lejos, en castellano también sucede. Rafael «El Papi» al contestar al Prefacio dice: «El disgusto es necesario», en voz tan alta que atrona la Prioral, en lugar de «Es justo y necesario».
El caso más grave lo ha recogido este Corpus pasado, un amigo mío. Y es que una señora piadosa en su aspecto y de cierta edad, a su lado, cantándose el «Tantum ergo, Sacramentum veneremur cernui, et antiquum documentum, novo cedat ritui...» decía: «Santo negro, Sacramento, veneremos a Luiiiis, los antiguos documentos, no se deben destruir...», con voz engolada de soprano. Y ahí queda eso. Igual que las jarchas, en mala comparación. /Texto: Luis Suárez Ávila.
Genial, Luis, como siempre. Un saludo.