Se llamaba Pedro y murió fusilado durante una guerra de las muchas y de todo tipo que coleccionó España a lo largo de su historia. Su muerte violenta dejó muestras del mejor humor de un hombre que disfrutó de su vida gracias a saber hacer reír a los demás con sus múltiples obras. Y no sólo sacaba sonrisas a lectores y espectadores sino que, como buen genio, sabía que el mejor laxante contra la vanidad y el egoísmo pasa por reírse de uno mismo. Ahora, el obispo de Alcalá de Henares, lo quiere llevar a los altares.