Que la Sierra de San Cristóbal sólo tiene de sierra el nombre es tan cierto como que el espacio que ocupa (5’8 kms de longitud y 2 de anchura máxima) entre las campiñas de Isla Cartare y las marismas del Guadalete –a orilla de la antigua bahía de Cádiz-, propició, junto a la abundancia de recursos naturales (suelo agrícola, manantiales de agua, piedra, madera, caza, pesca), que este privilegiado y estratégico enclave fuese habitado por sucesivas comunidades humanas que durante más de cinco mil años dejaron, de punta a punta, de Cerro Verde al Cerro de San Cristóbal, las huellas de sus vidas y sus improntas culturales.
Ubicación de la Sierra de San Cristóbal y en la zona ampliada los yacimientos arqueológicos de la Antigüedad: 1.- Ciudad del Castillo de Doña Blanca. 2.- Acrópolis del siglo IV. 3.- Poblado de Las Cruces. 4.- Necrópolis de Las Cumbres. 5.- Poblado de La Dehesa. 6.- Posible ubicación del puerto de la ciudad. 7.- Plataforma de cazoletas (Cobre
Pese a que el conocimiento de la historia de su ocupación es muy limitado por la falta de actuaciones públicas que hayan apostado por su protección y conservación, por su estudio integral multidisciplinar y su progresiva adecuación para el disfrute de los ciudadanos, la Sierra de San Cristóbal acumula y guarda en sus entrañas, como una de las cunas urbanas de Occidente que es, una historia destacadísima en la que lo sagrado, espiritual, religioso, trascendente o como se le quiera llamar, estuvo siempre presente. Sobre ello queremos incidir en ésta y las dos próximas entregas de Isla Cartare, marcando este carácter sagrado vinculado a la vida, a la muerte y al más allá que impregnó a la Sierra de San Cristóbal en el transcurso de la Historia, y que aún hoy, pateándola sin prisas y con los sentidos atentos, aún se percibe.
Vista parcial de la Sierra de San Cristóbal desde las marismas. / Foto, Juan José López Amador, 2014.
Escribimos en otro lugar (ver nótula 2.245) que la primera comunidad humana que de forma estable se asentó en el actual término portuense lo hizo hace unos seis mil años en el pago de Cantarranas, cerca del mar y del arroyo Salado de Rota, hasta que el poblado fue abandonado durante la primera mitad del III milenio antes de nuestra era, cuando se desarrollaron nuevos hábitats –de la Edad del Cobre- en dos áreas: en los márgenes del Salado, principalmente en el entorno de la laguna del Gallo, y en la Sierra de San Cristóbal, donde a cada extremo se ha detectado la presencia de un poblado, en Las Beatillas y junto a Doña Blanca. Y entre ellos, en el yacimiento Buenavista (junto a la carretera Jerez-Puerto Real), un taller estacional donde manufacturaban útiles de piedra.
Ubicación de La Dehesa y Doña Blanca con la reposición de la antigua bahía de Cádiz (marismas) a partir de una foto aérea tomada por José Ignacio Delgado ‘Nani’.
EN LA DEHESA
Cuando los fenicios arribaron a la bahía de Cádiz a fines del siglo IX antes de Cristo y fundaron al pie de la Sierra de San Cristóbal la ciudad del Castillo de Doña Blanca –la que los griegos llamaron Puerto de Menesteo-, su espacio y su entorno inmediato, a orilla del mar, había sido habitado por comunidades indígenas desde mucho tiempo atrás.
José Ignacio Delgado y José Antonio Ruiz sobre la huella de un fondo de cabaña de La Dehesa, en 1982. / Foto, J.J.L.A.
En linde a Doña Blanca, en el paraje conocido como La Dehesa, en 1982 y 1985 se realizaron sendas campañas arqueológicas dirigidas por Diego Ruiz Mata que sacaron a la luz (en 1.000 m2 excavados) las huellas parciales de un poblado del Cobre, de mediados del III milenio a.n.e. Conformaban el hábitat cabañas circulares (de 3’20 m de diámetro la mayor) agrupadas en núcleos dispersos, ligeramente excavadas en el suelo y levantadas con zócalos de piedra, paredes de tapial y cubierta vegetal, teniendo algunas delante zanjas en las que seguramente se encajaban mamparas para protegerlas del viento de Levante; y entre las cabañas, silos excavados para el almacenaje del sustento de la población y otras pequeñas estructuras de desconocida función.
Poblados como el de La Dehesa, cuyas características formales perduraron hasta la llegada de los fenicios, cimentaron las bases sociales y económicas que dieron lugar a la eclosión de la cultura tartésica (ver nótula 2.273 en Gente del Puerto).
Nani accediendo al hipogeo del Sol y la Luna el día que lo descubrimos, abril de 1983. / Foto, J.J.L.A. y Nani.
EL HIPOGEO DEL SOL Y LA LUNA
Enfrente de Doña Blanca, en la zona nombrada Las Cumbres y ocupando más de 100 hectáreas de la falda de la Sierra se encuentran, prácticamente desconocidas por no excavadas, las necrópolis de quienes habitaron estos parajes durante la Antigüedad.
Abajo, Juan José en el interior colmatado del hipogeo. A la izquierda, la columna central de la cámara funeraria.
En 1983, José Bermúdez, querido amigo ya fallecido y entonces obrero en las excavaciones de Doña Blanca, nos informó de la existencia de una pequeña “cueva” frente a la ciudad fenicia. Personados en el lugar en compañía de José Ignacio Delgado ‘Nani’ y José Antonio Ruiz, constatamos la presencia de un hipogeo excavado en la roca, colmatado de tierra, en el que en 1987, bajo la dirección de Diego Ruiz Mata, se intervino arqueológicamente, resultando ser el enterramiento colectivo de unos 25 individuos que vivieron –seguramente en el entorno de La Dehesa- durante la Edad del Bronce Pleno, hacia los años 1700-1500 antes de nuestra era, según dató su excavador. No obstante de esta cronología, los enterramientos exhumados corresponden a una reutilización del recinto mortuorio, que en su origen fue excavado en la piedra calcarenita a fines del tercer milenio, en los tiempos postreros de la Edad del Cobre.
Acceso al hipogeo durante su excavación en 1987. En el dintel, los símbolos del Sol y la Luna. / Foto, J.J.L.A.
Al recinto se accedía por un pequeño pozo escalonado que daba a la puerta de acceso a la cámara funeraria, teniendo grabada al centro del dintel la figuración de los símbolos astrales del Sol y la Luna Creciente. Al exterior de la cámara quedaban los receptáculos donde se realizaban las libaciones sagradas, y a un lado un nicho sepulcral. Al interior la cámara presentaba una planta circular de 3 m de diámetro, techo plano a 1’80 m, una columna central y, al fondo, un amplio nicho conteniendo los restos óseos (muy destrozados por la acidez del terreno) de quienes aquí tuvieron su última morada. Y con ellos, los ajuares funerarios, de los que se pudo recuperar –conociéndose que la tumba ya fue expoliada en época romana- cuencos y vasos de cerámicas y objetos personales de oro, plata y bronce.
A la izquierda, interior de la cámara funeraria con la columna central y el nicho de las inhumaciones. / Foto, J.J.L.A. En la imagen de la derecha, parte de un ajuar hallado en el hipogeo: collar de plata con cuentas, pendientes de oro, espirales de plata, cuchillos -de sierra y curvado- de bronce y remaches de plata, agujas y punzones de bronce, placa de arquero, concha… / Foto, Museo Municipal de El Puerto de Santa María.
Es conocido un segundo hipogeo en Las Cumbres, no excavado, de mayores dimensiones, que tiene tras su puerta de acceso un amplio habitáculo central al que se abren, a derecha, izquierda y enfrente, tres grandes nichos mortuorios.
Desde la cima del Cerro de San Cristóbal, vista parcial de la necrópolis de Las Cumbres (más de un millón de m2), Doña Blanca, las marismas, El Puerto, Valdelagrana, la Bahía y Cádiz. / Foto, J.J.L.A.
EL TÚMULO FENICIO
La única excavación arqueológica realizada en la necrópolis de quienes habitaron Doña Blanca durante 600 años (fines ss. IX-III a.C.) se verificó en 1984-85, también dirigida por Ruiz Mata, en un túmulo que acogió las tumbas de un clan familiar durante todo el siglo VIII a. C.
El montículo artificial, de 22 m de diámetro y altura máxima de 1’80 m, tenía en su centro, enmarcado por un muro de adobes y excavado en la roca, el ‘ustrinum’, la fosa donde se incineraron los cadáveres. Y en su entorno, en cavidades practicadas en la roca y en resquicios naturales, 63 cremaciones depositadas en urnas que también contenían objetos personales de los difuntos (broches de cinturón, fíbulas, anillos, pendientes, cuchillos, cuentas de collar…); y junto a las urnas, quemaperfumes y copas de libación empleados en los rituales y otros recipientes cerámicos de ofrendas. Finalmente, cada tumba se sellaba con piedras y arcilla roja.
Excavación del túmulo fenicio en 1984. / Foto, J.J.L.A.
Una vez amortizado el espacio funerario a fines del s. VIII, el enterramiento colectivo se cubrió con un potente estrato de piedras y tierra, creándose una estructura tumular de forma troncocónica y delimitada en su contorno con piedras medianas y grandes espaciadas.
La tumba nº24 del túmulo fenicio, de fines del siglo VIII a.C. / Foto, J.J.L.A.
El túmulo, cuyas características son netamente semitas en sus rituales y en los materiales culturales, denota, por la coexistencia con cerámicas indígenas, la aculturación y la bien avenida interrelación de ambas comunidades –fenicia y tartesia- desde los primeros momentos de la fundación de Doña Blanca.
Parte del ajuar de la tumba nº24: dos urnas, una ampolla, un soporte, fragmentos de una cazuela y dos vasitos de alabastro. / Foto, Museo Municipal de El Puerto.
Debió de conformar la extensa necrópolis fenicio-púnica de Las Cumbres –en la que sin duda también habrá numerosos enterramientos en fosas y cistas- una verdadera ‘ciudad de los muertos’ plenamente integrada –visualmente también- en la de ‘los vivos’. El doctor Ruiz Mata tiene la creencia –y nosotros con él- de que su aspecto nada tendría que ver con un espacio lúgubre y apartado, sino todo lo contrario. Uno de nosotros (J.J.L.A.), como restaurador del Museo Municipal, tuvo la ocasión de consolidar in situ y extraer las tumbas y sus ajuares, y comprobamos en muchas de ellas la presencia de rastros de plantas y flores que serían depositadas y cuidadas por los familiares de los difuntos, resultando un espacio ajardinado que se mantendría abierto y visitado durante todo el siglo VIII, hasta que el conjunto se selló. Y también se constató, a cada lado del túmulo, la antigua presencia de pequeños arroyos –naturales o antropizados en sus cauces- que verterían su caudal al pie de Doña Blanca.
LA ESTELA DE LA CANTERA
A la izquierda, cara frontal de la estela menhir de la Edad del Cobre procedente de la Sierra de San Cristóbal. / Museo Municipal de El Puerto.
De la época más antigua en que la Sierra fue habitada –durante la Edad del Cobre- es testigo la espléndida estela que se exhibe en el Museo Municipal, que tiene la singularidad que fue descubierta hace tres años –por el portuense Francisco Javier Verano- como una piedra más dispuesta en el espigón de La Puntilla, aunque se tiene por seguro –al estar facturada en piedra calcarenita de San Cristóbal- su procedencia frente a la necrópolis de Las Cumbres, en la falda sur del Cerro de San Cristóbal que se desmontaba en 1970 para construir ambos espigones del Guadalete (395.000 toneladas métricas de piedra).
Fracturada en su base y en un lateral al sacarse de la cantera, presenta un perfil triangular, altura de 2’20 m y anchura máxima de 1’30 m. Las tres caras conservadas presentan en toda la superficie tallas en bajorrelieve de círculos concéntricos en el anverso y el lateral y ‘cazoletas’ en el reverso, símbolos de desconocido significado.
Examinada la pieza por dos de los mejores conocedores del megalitismo europeo, Primitiva Bueno y Rodrigo de Balbín, la vinculan, en sus motivos decorativos y la técnica de la talla, con el ‘arte megalítico atlántico’ de la Bretaña francesa (yacimiento de Gavrinis) e Irlanda (Newgrange), y datable hace unos 5.000 años (medio milenio más antigua que las cabañas excavadas en La Dehesa).
Probablemente esta estela-menhir (que originariamente tenía dimensiones notablemente mayores) no se levantó como un monumento aislado, sino integrado en un recinto religioso-funerario –formando parte de un dolmen o en alineaciones de menhires- que, por su ubicación, sería visible por cuantos navegantes llegaran a la Sierra. Y seguramente estaba vinculado, espacial y cronológicamente, con algunos vestigios pétreos que descubrimos en lo más alto del Cerro de San Cristóbal.
LA PLATAFORMA DE LAS CAZOLETAS
A la izquierda, vista parcial de la explanada de las ‘cazoletas’. Al fondo, el Cerro de la Bola, término de Jerez. Abajo, entre ambos cerros transcurre el arroyo del Carrillo o de Matarrocines, que durante la Antigüedad fue un curso fluvial de abundante caudal. / Foto, J.J.L.A.
En la cumbre de la Sierra (124 m), al borde del perfil desde donde se divisa Jerez y las marismas del Guadalete y la bahía, en 2008 reparamos en la presencia de unos escalones tallados en la piedra que daban acceso a una plataforma plana repleta de decenas de ‘cazoletas’ –como las de la estela-menhir del Museo-, difundidas ampliamente durante la Edad del Cobre por todo el Mediterráneo y el Atlántico.
A falta de un estudio arqueológico que determine su origen y función, dos posibilidades se contemplan. Ruiz Mata considera que la estructura pétrea podría corresponder al altar de un lugar sagrado donde probablemente se realizaban rituales y sacrificios. Y Balbín y Bueno, considerando también esta hipótesis, apuntaron en su visita al lugar que las oquedades de las ‘cazoletas’ pudieran ser el espacio en que se batían metales, donde se martillaban para moldearlos. De ser éste el origen, la plataforma de las ‘cazoletas’ se construiría en algún momento indeterminado de la Edad del Bronce.
Junto a los campos de trigo de Las Beatillas, el enterramiento del ciervo de la Edad del Cobre. / Foto, J.J.L.A.
EL CIERVO DE LAS BEATILLAS
Decíamos arriba que al otro extremo de la Sierra, en Las Beatillas, existió un segundo poblado de la Edad del Cobre, en lo conocido, unos 800 años más antiguo que el de La Dehesa. Lo detectamos en 1984, a la altura de la cima de la Cuesta del Chorizo y a espalda del parque acuático, donde observamos –con José Ignacio Delgado y José Antonio Ruiz- varias estructuras antiguas excavadas en la marga (amarillenta) del terreno, visibles en el perfil de una vieja cantera.
El túmulo de piedras medianas bajo el que se descubrió el cérvido. / Foto, J.J.L.A.
Con el fin de identificar cultural y cronológicamente el yacimiento, el Museo Municipal realizó entonces una pequeña intervención arqueológica, hallándose, junto a otras estructuras que sólo fueron limpiadas en el perfil, una fosa semicircular excavada en la marga (1’20 m diámetro y 70 cm de profundidad) que contenía el enterramiento de un ciervo. El ejemplar, cuyo análisis tafonómico realizó Antonio Monclova Bohórquez, correspondía a un macho adulto de edad joven al que se le extrajo la cornamenta antes de enterrarse y al depositarse se le colocó sobre la quijada –desconocemos el motivo- una piedra plana cuarcítica. Luego fue cubierto por un túmulo de piedras con forma troncocónica y el silo o fosa se selló con la tierra vegetal circundante, en la que se hallaron cerámicas de la Edad del Cobre en su etapa inicial que análisis de Carbono-14 permitió datar en torno al año 3.300 antes de nuestra era.
Esqueleto del ciervo enterrado. A la derecha, aplastando la mandíbula, la piedra cuarcítica, probablemente vinculada a algún ritual. / Foto, J.J.L.A.
Acaso el animal fue enterrado entonces para macerar la carne antes de ser consumida (que no lo fue), pero también pudo ser depositado en la fosa, y a ello nos inclinamos, como parte de un desconocido ritual religioso practicado por la comunidad que habitaba el lugar hace 5.300 años.
Más allá de este singular hallazgo, bajo las tierras y margas de Las Beatillas seguramente se encuentre un extenso poblado del Cobre, ocupando un privilegiado emplazamiento –el Cerro de Buenavista que llamaban en los siglos XVIII y XIX- que continuó habitado durante mucho tiempo.
Excavando en abril de 1984 el fondo de cabaña de Las Beatillas. / Foto, Nani.
Así, un silo excavado en la marga a 5 m del enterramiento del ciervo fue datado, también por radiocarbono, hacia el año 2.300 a.C., un milenio después de la inhumación del cérvido. Y también muy próximo, en el perfil de la vieja cantera detectamos otra estructura soterrada en la marga (que excavamos en superficie en 2 metros, hasta el comienzo de la tierra sembrada) que resultó ser parte de una cabaña con un zócalo de piedras, que fue construida, según las cerámicas tartésicas y fenicias halladas en su interior, durante la primera mitad del siglo VII a.C., cuando la ciudad fenicia de Doña Blanca estaba en pleno apogeo comercial y cultural.
En la próxima entrega continuaremos apuntando la historia sacra de la Sierra de San Cristóbal a partir de los tiempos romanos, cuando la llamaban, según transmitió en el siglo I d.C. el geógrafo gaditano Pomponio Mela, el Bosque Sagrado del Acebuche. / Texto: Juan José López Amador y Enrique Pérez Fernández.