En aquellos veranos de los primeros 70, cada tarde jugábamos la final de un Mundial, cada día teníamos un partido del siglo. Nosotros le llamábamos “echar un desafío”. Que los de la barriada de La Playa quieren un desafío. Que ha venido uno de Fermesa pidiendo un desafío. Que el portero del 18 de Julio dice que el desafío del sábado hay que repetirlo, que el gol de desempate fue alta. Aquellos sí que eran desafíos y no los de Jesús Calleja.
Nuestro equipo se concentraba cada mañana en la plazoleta de la barriada Francisco Dueñas, los pisos del Sindicato para los porteños, el Distrito 21 para la policía. Un parque temático de la pobreza en el que los chutes más peligrosos no eran los que iban a los cristales de las ventanas sino directamente a la vena de la generación anterior a la nuestra. Teníamos un estadio compartido con el resto de equipos de Crevillet (de la plaza de toros a La Puntilla todo era Crevillet), el campo Arana, un agujero a los pies de las Dunas de San Antón camuflado entre pinos piñoneros, retamas y lentiscos. Nuestra camiseta era celeste, como la del Celta de Vigo. Las compramos en Tejidos López y las sufragamos con una rifa clandestina, pues todavía no se estilaba lo de los sponsors y esas cosas. Había libertad de modelos y colores para pantalones y calcetines. La mayoría calzábamos unas Tórtolas indestructibles, las Adidas F-50 de la época, cuyo único problema es que sudaban más que nosotros y por la noche cantaban más que Casillas.
Los trofeos eran Caseras, aquellas Caseras de cristal con un tapón de porcelana que se te tatuaba en el dedo cuando las abrías. A veces saco una del frigorífico y doy a escondidas un par de tragos a morro. Me sucede lo mismo que le sucedía a Proust con su magdalena. El sabor dulce y la quemazón helada en la garganta me devuelven a aquellos días de abrazos puros a pie de campo tras cada victoria y de berrinches largos después de la derrota en el camino de vuelta a casa.
En aquellos desafíos en los veranos de los primeros 70 en el campo Arana, entre amigos sudorosos barnizados por la arena y por el crepúsculo a la caída de la tarde, sitúo yo el último paraíso perdido de mi infancia. La policía iba de gris y nosotros de celeste. /Texto: Pepe Mendoza.