Todo en la niñez, se vive con mucha intensidad e ilusión, la festividad de la Virgen de los Milagros no iba a ser una excepción. Los días previos, ya se respiraba, ambiente de fiesta, pues desde bien temprano, las campanas de La Iglesia Mayor, nos daban los buenos días, con repiques armoniosos y acompasados, que daba gusto oírlos.
Pues bien, ese precioso sonido, unido al de los cantos Gregorianos hacía que afloraran en mi, sentimientos contrapuestos. Por una parte, sentía mucha emoción, pero a la vez, me invadía, una tristeza, que ni yo misma, sabía explicar, y que hacía que saltara de la cama como un resorte.
Ya en el colegio --La Divina Pastora-- nos llevaban a confesarnos y a celebrar los actos religiosos y aunque lo tengo muy presente, me gustaba mucho más ir con mis hermanas. Siempre iba de la mano de la mayor, no me faltaba, ni mi velo negro, como señal de respeto, ni mi misal ni mi rosario rojo. La imitaba en todos sus gestos, así, si se arrodillaba, yo también, si unía sus manos, yo lo mismo, solo a la hora de comulgar me quedaba en mi asiento y me preguntaba porque esa parte de la liturgia, siempre me la perdía.
Por la puerta principal del edificio de la imagen -la Casa de los Sancho- se accedía, en la primera planta al Colegio de Infantil de La Divina Pastora. Allí ejercieron Doña Francisca González Sousa y Doña Lola Sancho.
Había una cola larguísima y era muy agradable, ver las muchísimas caras conocidas. Algunas según algún pequeño murmullo, eso sí en voz queda, solo se les veía en estas mismas fechas Y era cierto, porque… ¿toda esa gente vivía en el Puerto? Me preguntaba… ¿donde?.
En la misa de ocho, no se cabía, y había que irse con tiempo, para conseguir un asiento en uno de los bancos o una silla, de las que la voluntariosa María ‘la de las sillas’—creo-- guardaba celosamente; y que con solo ver a la persona en cuestión, entregaba sin equivocarse. Esta señora recordaba perfectamente a quien pertenecía cada una y además si ya había asistido a misa, pues en ese caso tenia la tranquilidad para prestarla. Aquello, aunque podría parecer un caos, no lo era, lo único era que a todos no podía atender a la vez. Silla que vislumbraba, silla que entregaba.
A la salida de misa, nos esperaba en casa un buen desayuno, aquellos primeros años la cosa no estaba para muchos dispendios, pero en las sucesivos, nos veíamos y nos las deseábamos, para conseguir mesa en las cafeterías y no digamos el tiempo que nos llevábamos en los puestos de churros.
Ya por la tarde, bien arregladitas a la calle a ver nuestra preciosa procesión y aunque mi madre nos leía la cartilla éramos como papagayos. “--Mamá…..me compras, esto o aquello, me montas en los caballitos?”
Pero fueron los años posteriores, en los que de verdad disfruté de esta fiesta. Ya iba camino de los diez años, y llevaba varios de ellos perteneciendo al coro del Maestro Dueñas (ver nótula núm. 197 en Gente del Puerto). Era un hombre admirable que irradiaba bondad, no quiero decir que no fuera estricto, lo era como no, pero tenía tacto y comprensión a la hora de bregar con tanta niña chica.. Maribel, nuestra solista, era un encanto de niña , tenía desparpajo y gracia innata, que para sí la quisieran muchos humoristas actuales; pero no era solo eso, además poseía una preciosa voz. Cada una teníamos nuestro sitio en los asientos del coro, fue el propio Dueñas, quien nos lo asignó, y solo se variaba, en caso de que alguna faltara, por aquello de que no quedaran huecos vacíos. /En la imagen de la izquierda, Francisco Dueñas en mayo de 1980. /Foto: Rafa.
Cuando llegaba este día de fiesta tan ilusionante para nosotras, cantábamos varias veces al día, pero no nos resultaba pesado, todo lo contrario, lo disfrutábamos oyendo y acompañando a Merche ‘La Macaria’ (ver nótula núm. 047 en GdP) a Felices Rivas, al virtuoso Ramón Zarco y su violín... Hasta Doña Virginia Hernández su madre más de una vez nos deleitó al piano. Y como no acordarme de una de las hijas del maestro y de los hermanos Salvatierra, que hacían que nos estremeciéramos todos de puro goce al oírlos. Realmente, una delicia a la que pude asistir, contemplar y disfrutar enormemente. /En la imagen de la izquierda, el virtuoso Ramón Zarco. /Foto: Academia BBAA Santa Cecilia.
Ya con mis amigas, por cierto, todas monísimas completábamos el recorrido de la procesión, unas veces en las filas y otras fuera de ellas. Quien lo disfrutaba realmente era mi padre, muy devoto de La Virgen de los milagros, hasta el final de sus días.
Terminada la procesión, nuestro obligado paseo por la calle Luna, Larga y Parque Calderón, a presumir un poquito de lo linda que estábamos todas las amigas y comprarnos un papelón de patatas fritas, sentadas tranquilamente, en unos de los bancos, de piedra y hasta en esas bolas enormes, junto a estos, en espera de poder tomarnos alguna refresco de la marca Mirinda, cosa harto difícil, debido a la gran marea humana que llenaba todas las terrazas.
La plaza del Polvorista, cuando se remodeló hasta conseguir su actual estado, el 5 de abril de 1970. /Foto: Rafa.
No nos aburríamos, algunos años en la Plaza del Polvorista, ponían alguna atracción de feria, algún cacharrito y una pista de coches de choque, y allá que nos íbamos. Nos encantaba la música que ponían estas instalaciones, de los Brincos, Formula V, Pekenikes y tantos otros grupos. Como olvidar canciones tales como: Con un sorbito de Champan, Si yo tuviera una escoba, Ana María se fue …
A partir de este día, ya sabía la respuesta a la pregunta que había estado haciendo todo el año ¿Cuantos días faltan para mi santo el 12 de septiembre? Efectivamente, solo faltaban cuatro días, para el Dulce Nombre de María, y así recoger algún regalo. Lo malo es que aunque ya no me hiciera falta preguntar, continué con la misma ilusión repitiendo: ¡faltan cuatro días!. /Texto: María Jesús Vela Durán.