Desde que una tarde lluviosa de invierno te sentaron en la bodega de Osborne encima de un señor con falda con pintas de no haber pisado jamás una barbería, y que amablemente te entregó un paquete grande envuelto en papel de embalar, ya nunca te abandonó la intuición de que, hubiera lo que hubiera dentro, eran la magia, la ficción y el juego los verdaderos regalos que debías cuidar con esmero el resto de tu vida.
Poco importó que años más tarde un día de fin de año descubrieras por casualidad un paquete parecido encima del mueble de la cocina, confirmando lo que el listillo de la clase había venido propagando desde el inicio del curso: que los reyes no eran tres, sino cinco, y que una de ellos era reina. Aquella primera pérdida de la inocencia cambió para siempre tu manera de mirar el mundo, pero con el tiempo te alegraste porque esas dos nuevas incorporaciones al cortejo real humanizaron aún más el establo de Belén. De hecho, aquellos magos, que no venían de Oriente sino de una infancia de pan negro y tuberculosis, también tenían poderes sobrenaturales. Con un sueldo miserable, cuando lo había, hacían, nunca mejor dicho, unos números prodigiosos. Pucheros que aumentaban el tamaño de la olla; prendas que traspasaban armarios al inicio de cada estación; cuentos y tebeos que crecían y se multiplicaban en el liberato de Casa Juana, la biblioteca pública de la época.
Fachada de la Biblioteca Pública, en 1971. Estaba situada junto al Ayuntamiento, sobre la Comisaría de Policía. /Foto: Rafa. Archivo Municipal.
En lo sustancial, eres el mismo mocoso que espera con ansiedad que le cuenten buenas historias con las que poder seguir iluminando las habitaciones oscuras de la infancia. El adulto que, a pesar de los achaques, acude cada sábado con sus compañeros al patio del recreo a echar un desafío aunque sea de portero y que sigue gritando mientras corre hacia el centro del campo que penalti gol es gol. El que subido a la torre más alta del Exín Castillos se reconoce sin avergonzarse en el niño que juega abajo con sus amigos a las chapas, al boli o al trompo. El que colorea los días grises de la madurez con el estuche de lápices Alpino.
Nadie envejece por dentro si sigue creyendo a pies juntillas en la magia, la ficción y el juego, esos regalos antiguos que, si se cuidan bien, duran toda la vida. /Texto: Pepe Mendoza.