Cuantas veces habremos dicho y escuchado esta lapidaria y popular frase: «Ya no es lo que era» refiriéndonos a temas gastronómicos, culturales, etc. y, como no, también a nuestra querida patria chica y su contenido, comparando lo que conocimos, degustamos o tuvimos referencias con el momento presente.
También es verdad que frente a este pensamiento pesimista, los que piensan lo contrario suelen echar mano del socorrido: «Cualquier tiempo pasado… fue peor», frase que precisamente en estos últimos años no puede aplicarse respecto a los inmediatamente anteriores, aunque obviamente, de forma genérica, acierta plenamente en su definición.
Para conocer nuestro pasado lejano, lo que fue y como se desenvolvió la sociedad a la que pertenecieron los habitantes de El Puerto hasta el siglo XVIII, podemos bucear en las páginas de numerosos relatos históricos que nos ilustran al respecto, incluso del primer tercio del siguiente, y ya en el siglo XX, la prensa cubre ampliamente ese campo. Nos queda, sin embargo, un espacio de poco más de medio siglo, entre 1830 y 1890, en que no existe apenas material bibliográfico al que recurrir para enterarnos de nuestras cosas, de las costumbres e incidencias de los habitantes locales, de las ‘gentes de El Puerto’.
Por lo dicho, al tropezarme un buen día con una carta sin firma, anónima, que publicaba el periódico madrileño “El Contemporáneo” en una sección similar a las cartas al director actuales, llamada correspondencia particular, fechada en El Puerto de Santa María el 26 de junio de 1861, leí su contenido con avidez y quedé maravillado del peculiar punto de vista de este paisano, al que no le hacía mucho tilín el ferrocarril.
Quiero compartir con vosotros mi pequeño descubrimiento y a tal fin reproduzco con todos sus puntos y comas, el texto del escrito:
“Después de veinte años de ausencia he vuelto al Puerto, el pueblo donde pasamos nuestros primeros años, aquellos años que no se olvidan nunca, cuya perdida lloramos como llora una madre la perdida de su hijo, aquellos años cuyo recuerdo conservamos como conserva la memoria las facciones de una mujer amada.
He vuelto al Puerto y en qué día; el 23 de junio, esto es, la víspera del día de San Juan; el día de la alegría, el día cantado por los ciegos, el día notable en la papeleta de los toros, el día pintado en los abanicos de calañas, en una palabra, el Día de los toros del Puerto.
Ni el mismo rey Don Alonso después de ganar la batalla del Salado, vería las orillas del Guadalete con más júbilo del que sintió mi alma cuando pisé, después de tan larga ausencia, las playas de mi patria.
Pero aquella no es ya la ciudad en la que habíamos pasado los años primeros de nuestra juventud; es una ciudad extranjera, pulcra y bella como una dama inglesa, pero sin la gracia de una andaluza, sin aquella gracia cantada tantas veces en los romances. Apenas puse el pie en tierra cuando tropecé con unos caballeros muy almibarados, de continente serio y grave, que iban a los toros como si fueran a una procesión y luego vi señoras con sombreros, y mujeres del pueblo con manteletas (pañuelo sobre el escote) y crinolinas (miriñaques) ahuecadas y pomposas haciendo la caricatura de las cortesanas de la época de Madame Pompadour.
¡Íbamos a los toros, a los toros del Puerto! Pero ¿Cómo íbamos? ¡Ay, nada quedaba de aquellos toros que yo había visto tantas veces junto a ti!
En vano buscaba sin encontrar mis ojos la graciosa mantilla blanca, las flores del tiempo recogidas en negras trenzas de hermosos cabellos, el pulido pie que sujetaba débilmente el zapato encintado, el pañuelo de blanca espuma, la toquilla grana, el gracioso calañés, la alamarada chupa y el chaleco de rico tisú. Ya no resuenan en mis oído las campanillas y los cascabeles del coche de colleras, ni del ligero calesín. Ni un requiebro, ni casi conozco quien o merezca, ni quien lo sepa decir.
¿Qué se ha hecho del antiguo Puerto, del Puerto de los toreros, de los cantaores, de los caleseros y de la gente de la mar?
¿Por qué no se dicen ya, ni se oyen frases como esta: “¡Bendita sea tu alma; Vaya Usted con Dios, puñao de Gloria, sol de los cielos celestes, pedazo de mi corazón, espumita de mi cariño, entretelas de mi garlochí; alma mía, me comía esos pies encofitaos; quien se quedara enredado en esos cabellos; Ole, que tiene por ojos dos perlas negras!”
¿Cuál es la causa de este cambio? Me preguntaba a mi mismo, y entonces escuché un ruido que me traía la contestación: era el silbido de la locomotora que llegaba hasta mí como si fuese la risa sardónica de un espíritu burlador.
Entré en la plaza de toros triste, como lo está el que ha perdido un objeto querido aunque le den, a cambio, otro que valga más.
En verdad, yo no sé que es mejor, si esta unidad civilizadora que confunde todos los pueblos y asimila todas las razas, o el antiguo carácter distintivo y la antigua fisonomía nacional. Distraído estaba con estos pensamientos cuando la presencia de la cuadrilla me volvió en mí. Los toros fueron endebles para que el espectáculo estuviera en consonancia con la frialdad de la concurrencia. Esto no quita para que después de la corrida las calles Larga y de Luna, entoldadas y adornadas con multitud de banderas y de ramos de flores, de faroles y de arañas, lucieran como antes. El paseo del Vergel estaba también adornado y se veían allí puestos de turrones, de buñuelos y otras mil golosinas y juguetes, propios todos de una feria.
Se quemaron fuegos artificiales magníficos en la playa del muelle, inmediata al paseo, pero en medio de tanta apariencia de divertimiento se respiraba una frialdad que contrastaba grandemente con la animación de otros tiempos. A la una de la noche no se veía ya ni un alma por las calles, la ciudad se quedó en silencio. Ni una guitarra, ni un cantar, ni una serenata, ni un galán en la reja. Yo me puse a escribirte estas líneas, afligido mi corazón por el recuerdo de pasadas alegrías y oyendo el silbido de la locomotora que me volvía a parecer la risa con la que se burla el egoísmo practico de los utilitarios de los que (como a él) califican de ridículos sentimentales.”
La carta, que parece dirigirla a una tercera persona imaginaria, deja bien claro la importancia y categoría de las corridas de toros en El Puerto, dos décadas antes de que se construyera nuestro coso actual. Ese año, precisamente, se estrenaba un reglamento de 45 artículos que regulaban el uso de la plaza y las normas a seguir por los todos los que intervenían en la lidia. La plaza estaba regentada en esa fecha por los hermanos Galarza y era alcalde de la ciudad don Luis Aldaz. /Texto Antonio Gutiérrez Ruiz.- A.C. PUERTOGUÍA