Estoy cansado de leer quejas. Leas lo que leas y dondequiera que lo leas, la queja está servida. A veces es por la pesca, por el vino que no se vende, por los monumentos que se caen, por las palmeras desmochadas, por la limpieza de las calles, por la soledad del Puerto… He querido abstraerme de todo eso y escribir algo positivo. Destacar, en la medida de lo posible, lo intangible que nadie nos podrá arrebatar, ni siquiera la crisis. No trato de vender nada, ni promocionar para levantar nada… Simplemente he querido ver con ojos optimistas lo que tenemos.
PLAYA DE LA PUNTILLA.
Bañado de horizonte, en las dunas de poniente, renazco al eterno presente del ayer. Lleno de luz y poesía, sumergido en la profundidad de esta mañana prodigiosa, todo es calmo. Intensamente sereno y azul. Manso y hueco. Siento hambre de espacios abiertos, de tiempos mágicos, y de hechizos que tornen mis ojos caducos en alma marinera.
Transformado, tal vez evoquen añoranzas dormidas en mi memoria de niño. Entonces, como orilla marchita y reseca, me dejaré envolver por el viento y el rumor del oleaje. Rejuveneceré empapado de anacaradas olas que van y vienen. Oleré a espuma, a salado, a mar inabarcable. También a cañas, retamas y zarzas, a floresta de mayo y a pinos piñoneros.
La marea, implacable, sube o baja con la cadencia de un tiempo medido en espacio. Los vientos, que aquí soplan de poniente y levante, cubren de confusa arena las escolleras que el mar descubre. Aún son cobijo de camarones y alevines; cimiento de lapas y ostiones; de vez en cuando un cangrejo oscuro, de los llamados moros, asoma sus pardas antenas y regresa a la seguridad de su improvisada cueva.
Desde donde estoy, distingo setos cuajados de pitas, uñas de león e incipientes palmeras. El paisaje, que siempre fue rebelde y libre, se muestra así exótico y prestado.
En mi memoria, veo casetas de rayas azuladas y rojas, combinadas con tiras blancas. Y chiringuitos de madera y toldos, con olor a sardinas asadas, a piriñaca y a tortilla de patatas; tintos con sifón, vermuts, cervezas y mucha agua bebida a chorro de un búcaro sudoroso. Con juegos de pelota, la chiquillada, traviesa y laboriosa, hollaba el paisaje ralo de arena caliente. Al bajar la marea construíamos castillos con princesas y caballeros, pozos sin fondo y montañas volcánicas que nuestros padres ahuecaban para que el humo de unos periódicos quemados, produjese la fantasía de una erupción. Cuando los sueños se cumplían, corríamos al agua, desoyendo los gritos de aviso sobre el tiempo incumplido de la digestión.
También era el tiempo del veraneante que inundaba las calles de faldetas multicolores o pantalones cortos y alpargatas de plástico. Copaban bares, buscando el pescaíto frito y el marisco.
¿Qué ha cambiado?
El agua del mar sigue estando fría. Inunda con la misma cadencia de entonces la orilla de esta playa que siempre fue del pueblo. Y las olas aún rompen miles de veces el manto azulado del inmenso paisaje que puede contemplarse desde la atalaya de esta duna de poniente que ya pisé antaño.
Entonces, abstraído de todo, me siento poderoso y pienso que nadie podrá quitarme el placer que disfruto ahora. Ni la crisis provocada por estos políticos ineptos y chupones, ni el estado ruinoso de las cosas. Comprendo que el tiempo pase inexorable, y a su paso deje murmullos de vida que buscan un mañana siempre incierto. No me dejo llevar por los quejumbrosos graznidos de gaviotas que siguen cruzando el cielo de esta mañana de mayo.
Inamovible, sobre la duna de poniente, respetado por el apacible sol matinal, sueño que siempre me quedará la tierra, el mar, el sol, el paisaje que conforman… Sé que no es el paraíso terrenal, pero se le parece. Ni siquiera es una de esas islas remotas, bordeadas de cocoteros y turistas atiborrados de mojitos. No me importa. Quiero a este pueblo, sencillo y colorista. Mi pueblo: El Puerto de Santa María.» /Texto: Álvaro Rendón Gómez.