Antonio García Flores, director durante muchos años del Colegio La Merced, entre dos alumnas.
Tras el fallecimiento de nuestra querida Directora --Doña Francisca González Sosa-- el Colegio La Divina Pastora, cerró definitivamente sus puertas. Para las alumnas la noticia fue más que tremenda, pues en este centro, habíamos aprendido, desde nuestras primeras letras, hasta las más provechosas normas de urbanidad, amén del compañerismo y las amistades sinceras. Nuestros padres, de repente, se vieron inmersos en la tarea de buscarnos realojo en otros colegios. Buscaban, a poder ser, cerca de nuestras viviendas. Nada fácil por cierto. El primer escollo, fue como lograr que admitieran a todos los hermanos en el mismo centro. En nuestro caso no iba a ser una excepción así que, por la amistad de mi familia con doña María Jesús, directora del Colegio San Agustín, mis dos hermanas mayores pasaron a dicho colegio, mientras que yo pase a La Merced, en la calle Ganado.
MI PRIMER DÍA.
El primer día, a pesar de la compañía y los ánimos de mi Tato --Milagros Gálvez--, era más que notable que temblab como una hoja. Lo primero que me impactó, fue su escalera, pues era amplia y preciosa. Lo segundo, que era un colegio mixto, y por tanto eso haría que me sintiera insegura, dada mi timidez. Desde el primer día, mi profesor Don Fernando Vela Morillo --nada que ver con mi familia-- con su cordialidad, hizo que me sintiera cada vez más cómoda. La mayoría de los alumnos, me acogieron con agrado y pronto dejé de ser ‘la nueva’, para pasar a ser una más de ellos.
Fachada del colegio en la calle Ganado.
Que no fue fácil, ya se los digo yo que no, acostumbrada como estaba a los hábitos de mi anterior Colegio y a la reconfortante compañía de mis amigas, con las que desgraciadamente, no coincidí en esta nueva andadura. Creí que no llegaría a adaptarme pero, ciertamente, lo hice, especialmente por una compañera: María. María era una niña dulce y cariñosa a la par que responsable que sin apenas elevar la voz, todo cuánto decía, y hacía era coherente y lleno de sensatez. Desde primera hora, nos caímos bien, entre nosotras no había celos ni malos entendidos, si no todo lo contrario.
DON FERNANDO.
El curso fue muy animado, Don Fernando era un magnifico maestro, estricto cuándo tenia que serlo, pero a la vez, desparramaba alegría, optimismo y simpatía a raudales. En este centro, todo era diferente, empezando por ese gran patio, que albergaba, a la derecha la clase de los párvulos, a cargo de la señorita Milagros Leveque. Una mujer encantadora, con la que solía hablar a menudo, y a la que recurrí en algún momento en busca de alguna chuchería, pues aunque poca cosa, algo vendía, al igual que su hermana Rafaela. Esta última, junto con Nena se ocupaban del resto de los menores. Estas clases estaban en la azotea. Me cuentan que, al tener el reloj del Ayuntamiento tan cerca, los alumnos aprendían a descifrarlo asomándose a mirarlo. Nena, ha sido con la que más trato he tenido durante todos estos años. Era pequeñita de tamaño, pero muy grande, en simpatía, y calidez.
La autora de esta nótula, María Jesús Vela, en una imagen de su paso por el colegio La Merces.
También en el patio, estaban los servicios, pero lo que realmente me encantaba como ya he dicho, era esa impresionante escalera, acostumbrada a la alta y empinada de la Divina Pastora, esta me parecía muy señorial.
Tras traspasar el umbral de la puerta, a la derecha del recibidor, estaba un pasillo que nos llevaba directos a la cocina, y las habitaciones privadas de la familia de nuestro director, Antonio García Flores. Desgraciadamente no tuve el placer de conocer a su primera esposa, pues había fallecido, pero no sé si mucho o poco tiempo antes de mi ingreso en el centro. Quién sí estaba era María, hermana de Don Antonio, ella era la encargada, de la cocina y de paliar en lo que podía las necesidades derivadas de esta como algún pequeño accidente casero sin importancia que requiriera de una simple tirita, o un sorbo de agua. María era muy agradable, pero sabía ponerse en su sitio, para que no nos desmandáramos en sus dominios.
A la izquierda del recibidor, el despacho de nuestro director, al que rara vez entrábamos. No así a una habitación continua, que si mi memoria no me falla, daba al pasillo de acceso a las clases. Para entrar a éstas, pasábamos por una amplia galería, a la que años posteriores, convirtieron en clase. En esta zona, recuerdo especialmente a un chiquillo muy guapo --hijo de unos conocidos comerciantes n el arte de freír como nadie, el pescado-- frente a lo más castizo de nuestro Puerto ¡El Vaporcito! Debía ser un poco trasto, pues a menudo estaba castigado. Lo malo era que su hermano pequeño, aguantaba estoicamente, la más que aburrida espera. Las primeras veces que le vi, le pregunte: «--¿Otra vez estas aquí. Criatura que has hecho ahora? Se bueno hombre por Dios! Hazlo por tu hermano, pobre».
El director del colegio y algunos profesores: Antonio García Flores, María Pulido Vega y Milagros Barba Lloret. Curso 1987/88.
Tras la galería, la clase de Don Fernando, y a continuación la del director. Frente a ésta había una habitación, que más tarde seria la clase de doña Lola Castilla. Lola era una mujer muy alegre, y de colorida sonrisa. Dotada con un buen torrente de voz, parecía que pudiera amedrentar, pero ¡que va! No era el león tan fiero, apenas un gruñido.
GIMNASIA.
Volviendo a mi primera aula, una novedad fue la noticia de que debíamos hacer gimnasia --yo no la había hecho hasta entonces--. Para ello, frente al colegio estaba Denia, un establecimiento de ropas, en el que creo recordar compramos unos puchos azules --pantalón corto bombachos-- con los que estábamos como un “cuadro surrealista”. Muy feas, ¡la verdad sea dicha! O cuánto menos poco agraciadas. Nuestra profesora fue Fina Rosso, Sánchez, una mujer simpática y dicharachera, con la que nos lo pasábamos genial, tanto que a veces charlábamos más que hacíamos ejercicio. No quiere decir que fuera descuidada, ¡eso no! Solo que la camelábamos, para que nos contara historias y no fuera muy dura.
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