La plaza de toros de El Puerto de Santa María se alza en las cercanías de la zona bodeguera. Aire de vinos de Osborne, de Caballero, y de Terry. Su ruedo es uno de los más grandes de España, y a principios del siglo XX se celebraron en su albero algunas corridas simultáneas, la de sol y la de sombra, con el consiguiente lío.
Ahí, inmortalizadas en azulejos, las palabras de José, el rival de Juan, que aseguran que no sabe lo que es una tarde de toros el que no haya asistido a una corrida en la plaza de El Puerto. Golpes marinos en el ambiente que vienen de Valdelagrana y Fuentebravía, y ahí tan cerca, la desembocadura, la muerte en la mar del Guadalete, que es el Río del Olvido, manso y tranquilo en sus últimos tramos como rompiente y tremendo en su descenso por Arcos de la Frontera. En los pantalanes de «Puerto Sherry» el «Hispania», con su mástil altísimo, navegado en sus buenos años por el Rey Don Alfonso XIII, asiduo visitante del Coto Doñana, que a un tiro de piedra queda. Y en la punta de la tenaza de enfrente de la bahía, Cádiz, la liberal y blanca, que celebra todos los días el segundo centenario de la Constitución de 1812, la Pepa, la que nos recuerda que somos hijos de España todos los españoles nacidos como tales en los dos hemisferios. La Constitución de aquella Cádiz sitiada por las tropas de Bonaparte que rubricaron diputados por Nueva Granada, Puerto Rico, el Río de la Plata, La Habana y Manila. Ahí, en «El Puerto de, Puerto de Santa María», se eleva el Castillo de San Marcos con nostalgias de Alfonso X el Sabio, y se mueve en silencio la mano de Juan de la Cosa trazando su Mapamundi, no lejos del caserón del colegio de los Jesuítas en el que coincidieron Juan Ramón Jiménez, Pedro Muñoz-Seca, Fernando Villalón y Rafael Alberti.
Hace unos sábados, por seguir los consejos de Joselito y celebrar el cumpleaños de La Pepa, El Rey presidió una corrida de toros en la plaza del Puerto de Santa María. Su aparición en el palco fue saludada por el público portuense con una cerrada, larga y atronadora ovación. Dolorosísima reacción popular para los que llevan un buen tiempo entregados a desprestigiar su persona, su figura y cuando representa. Entre otras cosas, El Rey representa la unidad de España, y eso cabrea a muchos.
Don Juan Carlos se ha dejado caer por El Puerto de Santa María y se ha llevado la desmedida de aquella ciudad portentosa. El Puerto no tiene medida. Vive junto al Atlántico, rodeado de viñas y pinares. Y El Rey se ha dejado caer, no sólo para celebrar el aniversario de La Pepa y obedecer al gran José. Lo ha hecho para impulsar con su presencia, en una de las plazas más representativas de España, a la Fiesta Nacional, al arte del toreo, al tesoro de las ganaderías de bravo, a la poesía, la pintura, la literatura, la música, la escultura, es decir, la Cultura con mayúscula que ha embriagado a la genialidad creativa universal. En San Sebastián, cuya vieja plaza del Chofre fue una de las más prestigiosas de España, su alcalde de «Bildu» ha anunciado que los toros –nacieron allí–, no volverán a ser el centro festivo y cultural de la Semana Grande. Por eso, el Rey, en la otra punta de España, presidía en el Puerto una corrida mixta en la que un torero a caballo navarro gritó un españolísimo «¡Viva la Pepa y viva el Rey!», que tanto habrá molestado a los traidores de su tierra que quieren entregarla al colonialismo nacionalista de los vascos oscuros. Que también hay vascos claros, que leche, y a puñados.
En el verano suceden estas cosas. Unos van, otros vienen, unos discuten, otros se abrazan, se lía el batiburrillo y el Rey se baja hasta El Puerto de Santa María para recordarnos, en aquel maravilloso lugar, que seguimos siendo España. (Texto: Alfonso Ussía Muñoz-Seca).