Los ríos dan a la tierra una inmensa fecundidad que se palpa en muchos aspectos del paisaje. El agua es vida y es también vehículo. Las ciudades con río poseen una idiosincrasia especial que las hace únicas. Señalan un camino hollado, mantenido en el espacio y el tiempo, por el que es posible transitar apaciblemente. Los ribereños han utilizado esta corriente constante para desarrollar su actividad comercial.
Óleo de Ángel Lara Barea.
A través del río se accede fácilmente al mar y de ahí a los océanos que bañan mundos accesibles, porque el agua lo une todo. Está presente en los seres y objetos de la Tierra. Es universal. El elixir de la vida que reclamaban los alquimistas medievales, el disolvente universal que destacaron en sus fórmulas esotéricas. Las ciudades con río son abiertas. Despiertan expectación y crían ciudadanos con alma inquieta, conscientes de ese eterno manar segundos de un tiempo que parece no detenerse nunca.
Merced al río, El Puerto es una ciudad franca y luminosa, cordial y amiga. Acoge al viajero que, como corriente libre de agua, cree moverse aunque nunca la abandona: Peregrino de una misma ruta, siempre cadente y renovada. Camino insondable que conoce y ama; que forma parte de remotos ayeres, que le hace recorrer largos viajes entre la vida y la muerte. Porque la vida, como la muerte, es un constante fluir, una incesante sucesión de conciencia-inconciencia, nacimiento y renacimiento, sueño y despertar. El Puerto perpetúa sus brazos abiertos, como lenguas de arena fina, de arrullo de ola, de brisa que al sumergirse en los esteros, se sala.
El desaparecido puente de hierro sobre el Guadalete en el siglo XIX.
El río arroba la mirada del caminante cansado, lo trata con llaneza y sinceridad. Como al hermano que intuye tiene en cada muelle, allende los mares. Los mismos donde atracaron navíos que partieron hace mucho del improvisado muelle de mi pueblo.
Hoy, el errante inmóvil arrastra blancas vivencias fijadas, como espuma, a las sienes de las olas. A este muelle llegaron también fenicios y griegos, cartagineses y romanos, mucho antes de que se instalara "el moro" durante ocho siglos y le añadiera el prefijo "guada" al que se denominó Lethéo, y su nombre en griego Lethe que quiere decir olvido.
Es el mismo río al que Lucio Aneo Floro, amigo personal del emperador Adriano, en su Epítome de la Historia de Tito Livio (lib.2, cap.17) dice que los soldados de Decio Bruto temían pasarlo por temor a morir y por eso cambiaron su nombre por el de Flumen Oblivionis. En el poema épico Púnica, Tiberio Catio Asconio Silio Itálico, escribió que el río causaba olvido al que bebía sus aguas, y añade con sarcasmo que habría que "tenerla a mano y a la boca en muchas ocasiones del mundo y de la fortuna". Claudio Eliano, en cambio, en su Varia Historia dice que la denominación de "río del olvido" era porque en sus riberas crecían adormideras, mandrágoras y otras hierbas, cuyos zumos causaban y reconciliaban el sueño. Según otras fuentes, por este río Lethéo, o Guadalete, se sospechaba que se accedía a los campos de Elisia Pedia –Elíseos–, un vergel apacible y ameno, con gloriosos bosques donde moraban los hombres buenos. Poseía una luz del Cielo que todo lo transformaba en risa, alegría y regocijo. /En la imagen de la izquierda, el emperador español Adriano.
Los campos olían a Primavera, aromas y flores, acompañados de mucha variedad de frutos sabrosísimos, y fáciles de cultivar con azada, reja o cultura. No cabe duda de que este autor dijo verdad. Desde su origen, el río de mi pueblo, el río del Puerto crió buenos pescadores y hábiles marineros; aunque los hizo esclavos de los vientos que soplan apacibles de levante y poniente, ciegos de la luz que blanquea las frágiles pirámides de sal; aunque, eso sí, también los hizo serenos y creativos, perpetuamente abiertos a la inmensidad del cielo, azul e incierto.
Vista aérea del río y la Ciudad. /Foto: Jorge Roa.
Si mi pueblo, El Puerto de Santa María, diera la espalda al río, se negaría a si mismo, rompería la historia, se hundiría en la nada de lo vacuo y efímero, y se perdería un futuro que invariablemente le perteneció. (Texto: Álvaro Rendón Gómez)