Saltar al contenido

4

José Ángel Chacón Tenllado nació a finales de 1933 en Aguilar (Córdoba), hio de Ángel Chacón Crespo y Enriqueta Tenllado Pérez pero pasó la primera parte de su infancia, que recuerda nítidamente, en El Puerto de Santa María, con sus abuelos Rafael Tenllado y Enriqueta Pérez y su madre, también Enriqueta, joven viuda por la barbarie de la Guerra Civil, hija única con dos hijos de cuatro y seis años que se vino a nuestra Ciudad, donde sus padres tenían una tienda de tejidos y confecciones en la calle Ganado, junto a una tienda de ultramarinos que hacía esquina con Nevería.

«Hace unos años pasé por esa calle, como hice siempre que visité El Puerto; aún existía la casa donde viví y tenía un letrero de “Se vende”. Desde ese día, en sueños, la he comprado varias veces. Me imagino que ya la habrán vendido y derribado. Todavía existía el cierro donde, desde el recuerdo, puedo ver a mi madre, pegando tiras de papel en diagonal sobre sus cristales, ante posibles bombardeos, para que los cristales rotos quedasen pegados al papel»

José Ángel Chacón Tenllería y José Ángel Chacón Escobar, padre e hijo, ambos luthiers.

En 1943, la familia se trasladó primero a Lucena y luego a Málaga. Allí estudiaría  Peritaje Industrial, trabajaría en diversos oficios y continuaría los pasos que había empezado en El Puerto, hacia sus dos pasiones la música y la lutheria (construcción de instrumentos musicales de cuerda). Mas tarde trabajaría en Mercedes Benz, en Alemania, como modelista y en Málaga en una Inmobiliaria. Pero su pasión por la construcción de instrumentos musicales le llevarían en 1974 a la ciudad italiana de Biella, ciudad del Piamonte, entre Turín y Milán y cercana a Cremona. Allí perfeccionaría sus conocimientos hasta que, en 1983 regresaría a Málaga, donde establecería su taller y crearía una Escuela de Lutheria. Medalla de Plata de las Bellas Artes, su hijo continúa en la profesión de constructor de instrumentos musicales cordófonos.

A sus 77 años, estos son sus recuerdos de El Puerto.

MEMORIAS DE EL PUERTO: 1937 – 1955
«Mis recuerdos de niño grabados con bastante claridad, empiezan en El Puerto de Santa María, hacia el año 1937. Yo era el más joven de una familia acomodada, compuesta por mi abuelo Rafael Tenllado, como cabeza de familia, mi abuela Enriqueta, como mi madre, y mi hermano Rafael, casi dos años mayor que yo, con una minusvalía psíquica que lo hacía diferente de los demás. Mi padre, Ángel Chacón murió trágicamente en Puente Genil, en Julio del treinta y seis y nos fuimos a vivir con nuestros abuelos. Yo tenía cerca de cuatro años, y el cambio que originó su muerte no podía apreciarlo entonces, de él solo me quedaron vagos recuerdos, pero no pasó mucho tiempo para sentir su falta, más de lo que podía imaginar. (En la imagen de la izquierda, los abuelos de José Ángel, Rafael Tenllado Lechado y Enriqueta Pérez).

A pesar de la tragedia familiar, en aquel tiempo éramos una familia privilegiada, con medios económicos suficientes para vivir cómodamente dentro de la escasez que había en aquellos años de guerra. Entonces no podía saber la tragedia que vivían miles de personas, sufriendo los horrores de la guerra civil; perseguidos o encarcelados, humillados y pasando mucha hambre, víctimas de la barbarie, del odio o del fanatismo. Para muchos, la guerra no había terminado. Recuerdo que jugábamos en un llano, junto a las puertas del célebre Penal, sin saber que detrás de ellas solo había tortura, odio, desesperación y muerte. (En la imagen de la izquierda, el padre de nuestro protagonista, Ángel Chacón Crespo, natural de Puente Genil).

Mi familia no tenía una afiliación política definida, pero estaban con los nacionales. La muerte de mi padre ya era un motivo suficiente, y en casa solo se hablaba de los horrores que habían cometido los “Rojos”. Durante algún tiempo, esos comentarios me produjeron horribles pesadillas que me despertaban temblando y corría a la cama de mi madre.

Recuerdo que en aquellos días, en casa se escuchaban las charlas radiofónicas de Queipo de Llano. Pasarían años, antes de saber que se trataba de uno de los generales más controvertidos, entre los sublevados, al mando de Andalucía. Su audacia al tomar Sevilla con escasos recursos, abrió las puertas de la península a las tropas africanistas y su chulesca actitud en las charlas radiofónica, con el menosprecio de la vida de sus semejantes, durante la contienda como “Virrey de Andalucía” no tuvieron límites;  “darle café” era la orden de fusilamiento para muchos infelices. A la muerte del general, en el año 1951, sus restos mortales serían enterrados en una popular Iglesia sevillana. Este es un hecho por el que considero lógica, la pregunta que muchos se hacen, ¿Cómo se puede hablar hoy de abrir heridas, cuando se intenta poner nombre a los miles de andaluces anónimos, “que tomaron su café”, antes de ser enterrados en fosas comunes? (En la imagen de la izquierda, el general Gonzalo Queipo de Llano).

Tampoco entendía entonces, cuando se comentaba que algunos niños  se comían las cáscaras de plátanos y unas bolas de maíz, que daban racionadas, mientras mi hermano y yo teníamos nuestros caprichos para comer. A los pocos años, con la familia arruinada, empecé a entenderlo, y de aquellos niños pobres del Puerto, de los que llegábamos a pensar que estaban tontos por comer desperdicios, me acordé durante mucho tiempo, y empecé a comprender muchas cosas que antes no entendía.

LA MÚSICA

De aquel pasado recuerdo con envidia algo que desgraciadamente se ha ido perdiendo, se cantaba o canturreaba acompañando los quehaceres cotidianos dentro de la casa, incluso en algunos trabajos. Esta costumbre fue el primer estímulo a mis sentidos que despertó mi pasión por la música. Mi abuelo cantaba en el baño, de “El Puñado de Rosas”, “Pues óyeme paloma, tengo yo allá en Triana, en medio de los campos….”, mi madre cantaba y tocaba el piano y tenía un repertorio mucho más extenso, que abarcaba varias zarzuelas, tangos de Gardel y algunas canciones populares. Además teníamos una lavandera que cantaba flamenco, con exquisita gracia repetía todos los cantes de Canalejas de Puerto Real. Ella fue el principio de mi amor por nuestro flamenco, nunca olvidaré cuando cantaba aquella petenera que decía, “niño, que encuero y descalzo, va llorando por la calle…”.

COLEGIOS CLASISTAS.
Mis abuelos no tuvieron más hijos que a mi madre y disponiendo de los medios económicos suficientes, se volcaron en su educación. Desde los cuatro años la internaron en los mejores colegios de religiosas, en Sevilla, Antequera y Lucena. Aprendió lo que en la época se entendía como educación para una ‘señorita de clase’.

Relacionado con las clases, me contaba mi madre, que en uno de los colegios, tenían niñas pobres de forma gratuita, y que estas niñas tenían que hacerle las camas y limpiarles el cuarto a las internas de pago, además de hablarles de usted. Las religiosas, en casi todos los tiempos han sido fieles conservadoras de las diferencias de clase, a las que han sabido sacarle partido. Me imagino que a las niñas pobres, aplicando su personal interpretación de los Evangelios, las educaban para que fuesen buenas, respetuosas y humildes criadas para todo.

A mi hermano y a mí nos pusieron en una de las mejores escuelas privadas del Puerto. Desde el principio la escuela me encantó, tenía cinco años y en poco tiempo empecé a destacar, los maestros le decían a mi madre que yo era un niño muy inteligente. Podía haber sido muy bonito, y de hecho lo era, pero sufría mucho cuando algunos alumnos me llamaban “el hermano del tonto”, por el comportamiento anormal de mi hermano, y más tarde comentarios familiares relacionado con mi madre y su pretendiente, que mi hermano se encargaba de hacer, hábilmente manipulado por uno de los maestros, que a pesar de no comprenderlos, sabía que eran ofensivos para ella. Dentro de la clase me sentía feliz, era distinta a la de mi hermano que estaba más atrasado. (Los hermanos Chacón Tenllado, en una fotografía de estudio coloreada, tomada en Cádiz).

LOS ITALIANOS.
En 1938 mi madre tenía treinta años, era una viuda guapa, con una exquisita educación y buena posición, que a pesar de tener dos hijos, su situación le habría permitido elegir entre algunos pretendientes conocidos de nuestro entorno, pero la fatalidad quiso que se enamorara de un soldado italiano de los que mandó Mussolini en ayuda de Franco: Nicolás Monteleone.

Tropas italianas acuarteladas en El Puerto, recibiendo un homenaje en la Plaza de Isaac Peral el 1 de octubre de 1938. (Foto: Francisco Sánchez Pérez).

Mi madre contra viento y marea defendió sus sentimientos hacia esta ‘oportunidad’, con la habilidad propia de una mujer inteligente dominada por la pasión, frente a los razonamientos de sus padres y algunas amistades. Este tipo de relaciones estaban mal vistas, y a ciertos niveles eran muy criticadas por la sociedad de entonces. Se hicieron populares unas coplillas que se cantaban por las calles, dedicadas a las señoritas de El Puerto, con música y estribillo de una canción muy conocida en los frentes de guerra. La letra decía:

«Las señoritas del Puerto- Puerto
le piden a Mussolini- ini
que deje a los italianos- anos
para poder ir al cine».
Y seguía el estribillo:
«Carrascá- carrascá
que bonita serenata,
carrascá- carrascá
ya me estás dando la lata»

que terminaba siempre con gritos que yo no entendía.

Yo adoraba a mi madre y todo lo que ella decía era la verdad absoluta, por tanto, el italiano era para mí un héroe, guapo e inteligente, casi un médico. Por lo visto se hizo practicante en la guerra.

La madre de José Ángel viajaría desde Barcelona a Roma en avión.

CASAMIENTO POR PODERES.
El italiano se marchó con las demás tropas italianas, y siguió su relación por carta, hasta su casamiento por poderes, en el 1941. Para hacernos una idea de la odisea del casamiento y su viaje a Italia, habría que tener en cuenta las dificultades que existían para salir fuera de España en aquella época.

Aún estando Italia metida hasta el cuello en la segunda guerra mundial, mi madre consiguió pasaporte italiano y permiso de salida. No hay que olvidar que mi padre fue víctima de los llamados rojos, así, además de víctima de la Guerra Civil, era caído por Dios y por La Patria. Resulta triste pensar que la pérdida trágica de un ser querido, la sociedad dañada por la guerra, le diese distintas categorías que determinaban quién podía andar libremente con un salvoconducto, sin problemas, y quién tenía que moverse con miedo, solo por ser familia de algún fusilado, también por Dios y por La Patria.

Resuelta la documentación necesaria, marchó de Cádiz a Barcelona en barco, y de Barcelona a Roma en avión. Tenía dinero suficiente, pero salir de España en avión, en plena Guerra Mundial, era una proeza al alcance de pocos. Allí la esperaba su marido, soldado del Ejército Italiano con un permiso de cuatro meses, y pienso que con un sueldo ‘de acuerdo a su categoría’.

LANJARÓN
En estos cuatro meses cambió todo en la casa. Mi abuelo, que padecía del hígado, tuvo una crisis y se marchó a Lanjarón para tomar las aguas, aconsejado por su médico. Mi abuela, mi hermano y yo nos marchamos, primero a Granada, donde estuvimos hospedados por unos días en el hotel La Perla, (recuerdo de haber comido chirimoyas por primera vez), y luego a Pinos Puente, en casa de una hermana suya. Aquello fue una aventura para mí hermano y para mí. Algunos años después, pensando en estos desplazamientos, me preguntaba ¿estarían huyendo mis abuelos de la crítica que había despertado, en El Puerto, la relación de mi madre con el italiano?, si no fue así ¿porque cerrar un negocio próspero, que gozaba de prestigio, recién ampliado y reformado, los cuatro últimos meses de ese año 41, y dejarnos sin Escuela?

Rafael, Enriqueta y Ángel; siempre se que se hacían una fotografía de estudio se desplazaban a Cádiz o Jerez. «Con el tiempo me haría más preguntas relacionadas con esta época, sin encontrar una respuesta lógica. Hoy se, que el día que mi madre nos sacó de paseo, a mi hermano y a mí y conocimos al italiano, marcaría un antes y un después en nuestras vidas. Lo recuerdo como si hubiese sido ayer, veo al soldado acercarse a nosotros y preguntarle a mi madre si los dos niños eran suyos.»

REGRESO A EL PUERTO.
Con su vuelta se volvió a la vida normal en El Puerto, al menos así lo veía yo, feliz por mi incorporación al Colegio, mi abuela en su tienda, y mi abuelo en una actitud de silencio total o perdido en viajes. Paraba poco en casa y los pocos días que estaba comía solo en su dormitorio. (En la imagen de la izquierda, Enriqueta Tenllado).

Del embarazo de mi madre me enteré cuando ya se le notaba, aunque ella ya me había dicho algo de un hermanito, sin explicarme el porqué de la gordura, yo lo sabía por los comentarios que los niños hacíamos en el colegio. Lo sabía mal, como sabíamos los niños de entonces todo lo relacionado con el sexo.

Recuerdo mi primera comunión, junto a mi hermano, a la vuelta de mi madre y antes del nacimiento de Fernando. Mi ingenuidad de entonces me hace reír y asombrarme hoy. En el equipo de comunión teníamos unos rosarios que mi madre trajo de Italia, bendecidos por el Papa Pío XII, que imagino los compraría en la Plaza de San Pedro en algún tenderete de artículos para regalos, pero yo lo imaginaba de otra manera. Estaba convencido, teniendo en cuenta la influencia que yo atribuía a mi padrastro, que el Papa en persona, le había entregado los rosarios a mi madre para sus hijos y me sentía tan orgulloso que se lo contaba a todos mis compañeros de Colegio como un hecho real. Quizás, en mi subconsciente se fraguaban esas fantasías en mi deseo de ayudar a mi madre, convertida en blanco de algunas críticas.

UN NUEVO HERMANO.
Llegamos al acontecimiento de mayor trascendencia que cambiaría muchas cosas, el nacimiento del hermanito. La noche en que nació, a mi hermano y a mí nos cambiaron de dormitorio en una habitación que daba al pasillo y recuerdo un tráfico de personas que llevaban palanganas de agua caliente al dormitorio de mi madre. Al fin de tanto ajetreo me quede dormido y por la mañana todo había terminado. Mi madre estaba radiante, no paraba de comentar lo guapo que era el niño y los ojos que tenía.

Al principio sentía envidia por mi nuevo hermano, y era lógico, mi madre seguía siendo cariñosa conmigo, pero le faltaba tiempo para serlo como antes, mi abuela que demostró en la dificultad ser una mujer maravillosa, entregada a los demás, nunca fue cariñosa, mi abuelo no hablaba con nadie y mi hermano mayor seguía  en su mundo particular, ¿Qué otra cosa podía sentir un niño con menos de diez años? Estos sentimientos modifican nuestro comportamiento, guardando lo que pensamos sin compartirlo con nadie. Son los primeros brotes de aislamiento e  independencia y los primeros desengaños.

CIERRE DEL NEGOCIO: LUCENA Y MÁLAGA.
Mi abuelo empezó a decir que quería morirse en Lucena, pueblo que le vio nacer, pero la verdad es que no podía aguantar por más tiempo vivir en El Puerto. Dicho y hecho, quitó el negocio, que acababa de ampliar y nos mudamos a Lucena. Allí alquiló una casa amplia, de dos plantas y un patio con una zona cubierta, donde se acopló todo el mobiliario del negocio y las existencias en una de las habitaciones repartidas en estanterías.

Como he dicho antes, estaba más tiempo en la calle, por tanto no dispongo de recuerdos directos de cómo se fue desarrollando el encuentro de este hombre con la realidad y tampoco recuerdo como se decidió venirnos a Málaga, seguramente, pensando en que una ciudad ofrecería mejores oportunidades que un pueblo, para una familia arruinada. Para financiar la operación, se malvendió el mobiliario junto con las existencias, de lo que fue un negocio y nos vinimos para Málaga en tren, cargados de muebles y enseres. De nuestra llegada a Málaga, recuerdo los dos carros, tirados por mulos, que transportaron nuestros muebles y sentir el aroma del mar que me transportó al Puerto de Santa María

EVOCACIÓN DE EL PUERTO.
Para terminar incluyo el último fragmento de mis recuerdos relacionados con El Puerto. Se trata del recuerdo de una evocación mucho más reciente, de un día especial, en los últimos años que viví en Italia. Recuerdo uno en especial, mi último viaje a Génova para una gestión de pasaporte. Me encontraba bastante deprimido y distraído con mis pensamientos, cometí algunas torpezas conduciendo y decidí pararme a descansar un poco. Ya había coronado los Apeninos; aquella cordillera me recordaba algo. Intentando descansar un rato, y distraído en el paisaje pensaba que estaba cerca de la costa. Efectivamente, Genova y la Costa Lígure se dibujaban al fondo. Fue entonces cuando mis sentidos, ante el paisaje y el aroma del mar, se concentraron en lejanos  recuerdos del Puerto de Santa María. No sé, el por qué, en aquel momento, empecé a evocar sensaciones vividas en la niñez, del Puerto y no de Málaga; quizás porque el final de mi niñez, vivida en Málaga, siempre quise borrarla de mi memoria. Al final reanudé mi viaje contento, en un estado de placidez y concentración,  distinto al que traía cuando salí de Biella.

Falangistas en formación, en la calle Larga.

La casa donde vivíamos en la calle Ganado en 1937, entre las dos plantas que tenía, vivíamos tres familias: Joaquina, su marido Alfonso y su hija, recién nacida, que vivían en la planta baja, y arriba mi familia y otra, que llegó poco antes de irnos, quiero recordar que eran los dueños del Cacao Pico.

Saliendo del portal, a la derecha estaba la calle Luna, y al fondo a la izquierda, la Plaza Peral y el Ayuntamiento. Frente había una tienda de muebles, de un tal Pedregal que estaba en el mismo colegio de mi hermano y mío. Era el Colegio de Don Alfonso Cárdenas, en la calle Luna. De este primer Colegio, conservo recuerdos muy bonitos en la clase de la señorita Paca. Lamenté dejarlo cuando nos fuimos del Puerto en el año 1943. Recuerdo la muerte del alumno Jaime Benjumeda  Osborne --hijo de Manolo Benjumeda y Margot Osborne-- por tétanos, que desarrolló después de una caída  en la parada de coches de caballo, de la Plaza Peral, junto al Bar Paquito.

La parada de coches de caballos en la Plaza de Isaac Peral.

Más recuerdos: la playa de la Puntilla, la Plaza de Toros, la Virgen de los Milagros. El orgullo que sentía entonces, por haber recibido la Confirmación por el Cardenal Segura en La Prioral, y por haber incorporado a mi nombre José, el de Ángel en memoria de mi padre. El pasar de las Cuadrillas en coches de caballo, por la calle Nevería en días de Toros. También una Corrida con Manolete y El Estudiante, en la que no se pudo ver nada de Manolete, por una cogida en su primer toro. Lo guardo en mi memoria, por los comentarios de mi vecino, buen aficionado que además, creo que tenía algún empleo en la Plaza de Toros.  También había un magnífico artesano que hacía figuras de Nacimiento; las modelaba y policromaba con verdadero arte. Les ponía un sello con su nombre, ¿podría ser Ángel Martínez?

Mi madre nos llevaba a la playa de La Puntilla, a mi hermano Rafalito y a mí, y a la niñera uniformada con su delantal blanco, me imagino que para distinguir nuestro rango. Lo más desagradable era la zambullida obligada que nos daba, una especie de marengo que cobraba por ello, cuando mi madre comprobaba que nos habían mojado bien la cabeza. Estoy seguro que aquel marengo es el responsable del exagerado respeto, por no decir miedo, que siempre le tuve al mar. (En la imagen, la madre de José Ángel con sus hijos en la Playa de La Puntilla. Cuando no le gustaba una fotografía a la madre de José Ángel, rayaba la cara).

Otras veces, con otros niños del colegio, íbamos al puerto a coger cangrejos, y en El Parque, paralelo al puerto, nos ocurrían cosas propias de una edad, que las hace inolvidables; yo tendría nueve años y mi hermano cerca de once. Había tres niñas quinceañeras o más, no sabría precisar, solo recuerdo que eran guapas, que tenían buen porte y cuyos nombres, que recuedo, voy a omitir. A él y a mí nos separaban del grupo, sabían nuestros nombres, y nos llevaban a los sitios más solitarios del Parque, nos cogían la mano y nos la ponían entre sus piernas, jugaban con nosotros y se reían de nuestra excitación. Aquel secreto de mi intimidad, que comparto por primera vez, se repitió varias veces, y aunque mi sentido de culpa me avergonzaba, recuerdo que sentía verdadero placer.

El taller del luthier, en Málaga.

A pesar de haber vivido muchos años en Málaga, solo de aquella época de El Puerto, mi memoria se impregnó del intenso olor de su puerto y de sus barcos, en contraste con el suave aroma de sus playas, ¡siempre ese olor que llevo conmigo! También de sus ardientes y luminosos colores del verano o de los grises violáceos del invierno, y la sensación de infinito en aquellos días en que el horizonte se funde con el cielo, o el rugido de las olas embravecidas, frente al murmullo de las mismas  olas, ya en calma, cuando mueren sobre la playa adornadas con su espuma blanca. Al contemplar, aunque solo sea en el recuerdo, toda la riqueza sobrecogedora que nos brinda la naturaleza desde el mar, nuestros sentidos se tranquilizan y olvidan lo cotidiano, gozando la nostalgia de lejanas alegrías y melancólicas tristezas.

Al despertar de aquella evocación, comprendí mejor los versos de aquel poeta de El Puerto, Rafael Alberti, en su Marinero en tierra: «Si mi voz muriera en tierra/ llevadla a nivel del mar/ y dejadla en la ribera.»

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.

ACEPTAR
Aviso de cookies