«Pero, ¿qué es la Navidad? Antes, ¿recordáis? eran esos belenes que los pequeños convertíamos casi en cacharrería: camellos cojos, pastores mancos, serrín, papel de envolver, y, sobre todo, el Niño Dios que nos sonreía. Antes, ¿recordáis? Era el olor a fuego, las castañas asadas y el encanto de los cuentos.
Tenéis en vuestras manos una ramita de lentisco; cerrad los ojos y oledla por un instante. ¿Qué recuerdos de infancia os trae a la memoria? ¿Quizás a la familia reunida en torno a las brasas de una copa oliendo a alhucema? ¿O al sabor de un cabo de pan con aceite y azúcar? O mejor aún, a bolitas de anís impregnadas de miel chupeteadas con el dedo.
Aún perdura en mis manos el fuerte olor a resina de cuando con mi padre y hermanos nos afanábamos en arrancar ramitas de lentisco de los pinares de El Puerto. Llegaba la Navidad y con ella los sabores y olores que durante un año habían permanecido dormidos, pero atentos.
El lentisco era algo más que un arbusto. Para los que de pequeños jugueteamos con su fuerte olor a resina y los convertíamos en los auténticos árboles de nuestros nacimientos, ha pasado a ser una seña de identidad del portuense, de una manera natural, y sin que nos diésemos casi cuenta. De qué manera se introdujo en la sustancia de lo que fuimos y de lo que somos, que escritores y poetas cantaron sus esencias y trataron de trasladarnos su calidez almacenada.
En la Arboleda perdida de Rafael Alberti, el lentisco pasa a formar parte de su niñez. Recordemos la descripción de la casa familiar de la Calle Santo Domingo:
“...bajo la escalera, que arrancaba del patio y subía al primer piso, se agachaba la carbonera, el cuarto lóbrego de los primeros castigos y terrores. Enfrente, pero siempre cerrado, estaba el del Nacimiento, que sólo podía abrirlo unos días antes de Navidad quien guardaba durante todo el año la llave: Federico.
Este era un hombre del pueblo, un arrumbador de la antigua bodega de mi padre, lleno de imaginación y muy aficionado al contenido de los barriles que él mismo trabajaba y producía. Cuando se acercaba la Nochebuena, Federico, los ojos recién repicados por el jerez, acudía a casa para llevarnos a los bosques de la orilla del mar en busca del enebro, el pino y el lentisco, que luego habrían de arborecer los montes y los valles empapelados por su fantasía…”.
La Navidad es otra cosa, la Navidad tiene que ser otra cosa. No podemos vivir de espaldas a la calle Postigo, a la calle las Cruces, a la barriada de José Antonio, al callejón Espelete, a las casas que van desde Santa Fe hasta la Zarza.
Manolo Morillo, durante su intervención en el Auditorio Municipal.
Y reflexiono sobre todo esto en voz alta ante el portal que aún perdura en mi memoria, que mis queridos padres y mis hermanos pertrechábamos por estas fechas a media luz, en nuestra casa de la calle San Juan.
En la que no entendíamos una Navidad sin Belén. Por entonces Papa Noel andaba lejos y nuestros diminutos cuerpos se desperezaban soñando con esa mágica llegada de los Magos de Oriente. Pero para que ello ocurriese, nuestra imaginación volaba y volaba aferrada a las imágenes imborrables de un portal de Belén con sus pastores y su rebaño de ovejas. Con los Magos y sus camellos; con los carniceros y los tenderos; con los asnos, los patos y las cerdos; con los molinos, los puentes y las casas nevadas, con el ángel anunciador y con las montañas y los lentiscos.
No llamemos Navidad a los telemaratones ni a los mercadillos. ¡Apagad el televisor! cuando se ofrezcan estos blasfemos actos. Los pobres no se venden ni se exhiben para que nosotros tranquilicemos nuestras conciencias». (Texto: Manolo Morillo. Fragmento del Pregón de la Navida d2010, celebrado el 19 de diciembre en el Auditorio Municipal ‘Las Capuchinas’).