‘Se vive con la esperanza de llegar a ser un recuerdo’ Antonio Porchia
El tiempo pasa inexorablemente, el pasado, presente y futuro está a pesar del largo tiempo transcurrido y por transcurrir, unido, parece fue ayer, pero hemos pasado rápidamente a un mundo de tecnologías que han eliminado imágenes en nuestras vidas que por suerte seguimos teniendo en la memoria, y de eso se trata este escrito, de recordar aquellas figuras hoy obsoletas.
Capilla de la Sangre, en la calle Palacios esquina con Nevería, (frente al Bar Apolo y la Óptica, más tarde aquí estuvo el Bar La Mina) desde donde está tomada la foto que presenta un precioso empredado de la calle, con aceras de doble losa de Tarifa.
Ya no tropiezas en una calle empedrada cual calzada romana que un empedrador se esmeraba en nivelar, ni calles llenas de chinos no con tiendas de todo a cien como ahora, sino calles llenas de chinos pelúos que fueron poco a poco sustituidas por esos adoquineros que rellenaban de tierra, que con una cuerda marcaban la línea y que colocaban poco a poco esos pesados adoquines dejando un dedo de espacio para rellenar más tarde con cemento y que reinauguraban como un avance y minimizaban el traqueteo de las carretas, haciendo un poco más felices a los carreteros, a los ciclistas de ruedas macizas y los dueños de los primeros seiscientos.
Los arrieros enfilaban a primera hora sus burros al servicio del calero hasta la playa a por arena en viaje de vuelta a la calería por la calle Santa Lucía. Cerones a rebosar, borricos adornados por el diseño de los guarnicioneros y con las espuertas de esparto a lomos para aprovechar el viaje de cada borrico que fueron habilidosamente creadas por los esparteros.
Empezaba el día y los barrenderos comenzaban su faena cargando las espuertas de goma con aquellas dos medias paletas metalicas y aquél escobón de palo largo y grueso con el ramillete de esparto que planeaba constantemente sobre las aceras arrastrando las colillas de los celtas y los peninsulares. Por delante el varillero que había acudido a la llamada de los vecinos porque las pozas estaban atascadas y había que retirar la arena.
La mañana era en el pueblo medidor de vida, de actividad comercial, el sillero con su manojo grande de enea arreglando las sillas que los taberneros tenían desfondadas y obligaban a sus clientes a tener que sentarse sobre el palo haciendo equilibrios mientras se echaban al gaznate de un tirón el vaso de vino blanco. El zapatero remendón dejaba su canto para ver pasar a las muchachas zurcidoras que con esas habilidosas manos arreglaban las carreras de aquellas medias que vendía bajo precio el estraperlista como de calidad y traídas del extranjero y que mostraba a sus clientas con el mayor de los misterios.
Pepín el barbero colocaba sus paños blancos sobre las estanterías de cristales a la espera del primer cliente, Pepe el tendero de Ultramarinos Genaro apuntaba ya en el papel de estraza las primeras cuentas y las pinchaba en aquél alambre en el que contabilizaba los “mandáos fiáos”. El carbonero de la calle Nevería con la boina calada hasta las cejas y la cara ennegrecida preparaba el picón para las anafes, el ditero con su gordo cuaderno en el sobaco y sobre el brazo prendas de vestir empezaba su recorrido diario para apuntar con un lápiz grueso que mojaba con saliva los a cuentas de sus clientes antes que llegaran los cobradores de los bancos y de las tiendas. El dulcero sacaba a pasear aquellas sultanas de coco y “güevo”. El lechero, el mielero y el recovero se hacían los amos de las casapuertas. El matarife se encaminaba al matadero con su atillo de cuchillos afilados, el picapedrero y el cantero se enfilaban hacía la sierra de San Cristobal, El Puerto era un clamor de prosperidad. Los tejadores no paraban de faena que tenían, e iban de la mano de los desollinadores con aquellas escobas larguísimas de caña llevándose todo el negro hollín de aquellas chimeneas cocinas. Y al quite de ellos el “encalaó” con su cubo de cal viva y sus escobillas para acicalar las casas y dejarlas listas para el verano.
El herrero de las Siete Esquinas adornaba sus cierros y balcones compitiendo en el martilleo con los toneleros, y los arrumbadores movían las botas y toneles por la calle Valdés de una bodega a otra. El hielero en su carricoche le hacía competencia desleal al heladero, que pedaleaba incansable, vendiendo junto con el hielo aquellas botellas de gaseosa “La Revoltosa” fresquita que competían con La Casera para apoderarse del mercado.
Las calles principales eran un hervidero de gente moviendo el comercio, con su bata gris o marrón claro en algunos casos con una larga hilera de botones, el recadero iba de un lugar a otro llevando y trayendo paquetes y recados, el cuchillero pregonaba sus navajas de Albacete, el paragüero ofrecía sus varillas y sus arreglos, el alfarero paseaba a lomo de su mulo sus cántaras y vasijas de barro, la entrada al Mercado de Abastos era una exposición mostrada sobre atillos a partir carillo de chucherías de Severo,, el buhonero esparcía sus peines, botones y baratijas, más allá el alpargatero mostraba orgulloso los últimos diseños, el marroquinero mostraba sus artículos de piel o imitación generalmente, carteras, bolsas de todos los colores, billeteras, tejedores que vendían sus sábanas de lino y gruesos “jerseis” de lana con muchos coloridos.
La gente prosperaba, arrinconaban los pantalones con parches en el culo, había futuro, se creaban empleos para toda la vida, el cobrador del tranvía iba como un almirante engalanado, el prestamista se apoyaba en su bastón y asomaba el pico de un pañuelo blanco en el bolsillo superior izquierdo de su chaqueta y aguardaba impasible a la espera de recuperar su dinero, el alguacil del ayuntamiento llevaba presto para ejecutar en su carpetilla los mandatos del alcalde andando más que un peón caminero.
Los niños cantábamos el Cara al Sol al entrar cada mañana al colegio, nos “endiñaban” nuestra dosis de leche en polvo y de aquel queso amarillento que se pegaba al cielo de la boca y nos íbamos cantando “Paloma si vas al monte....”. Jugábamos en las calles Palacios y San Bartolomé al atardecer mientras las golondrinas y vencejos revoloteaban y de forma acompasada se oía el cacharrareo del latero, del hojalatero que te hacía un cazito con una lata de leche condensada, a Dª Virginia, profesora de piano vecina de mi abuela y de Manolo Martínez Alfonso, y de los Govantes, siempre de negro y de roete con su do re mí, al piano.
El campanero se volvía loco tirando de una y otra soga para hacer sonar las campanas para el rosario. Apenas éramos interrumpidos en nuestros saltos de las “papas cocías”, en nuestra pelota al ruedo, la lleva, lleva... cuando pasaba el colchonero que ofrecía sus servicios de vareo de la lana o la borra de los menos pudientes despelmazándola con gran habilidad para poder ser usado el colchón como el primer día, el afilador que hacía sonar su chiflo con su música tan característica, que cuando era requerido le ponía aquella correa ancha de cuero a la rueda de madera que elevaba sobre un caballete y que con un motor hacía girar para afilar los cuchillos y las tijeras produciendo aquellas chispas que salían despedidas con fuerza y nos hacían soñar en dragones. Antonio el barquillero con su canasto de mimbre repleto de barquillos y con su reolina para probar suerte. El arropiero que iba camino del parque Calderón para apostarse en la entrada con sus arropías de color rosa y pegajosas.
Un parque que se llenaba de gentío paseando a las fresquitas oliendo a papas fritas y buñuelos, a pescaíto frito y viendo de reojillo esas gambas y langostinos de Romerijo que eran entonces para unos pocos, las tajaítas en la puerta del bar La Marea, los ostiones. Los americanos en el Santa María, caballitos de sube y baja, niños llorando y riendo en el carro de “las patás”; el cerillero que se acerca para ofrecer esa cajillas de cerillas finas que dejaron olvidados a los encendedores de mechas largas amarillas veteadas de negro.
El limpiabotas con su caja y su silloncito de madera con un acolchado filiteado y que se anuncia con su “limpiaaaa", y atento a todo el fotógrafo con aquella caja roja llena de fotos en sus laterales puesta sobre un alto trípode y dejando caer por un lado aquella larga manga negra. Casa Flores, Los Portales, Las Rejas, Ceballos no eran lo que es y siguen en el presente. Y como si formara parte del parque, un Tonino esperando le llamaran maricón para asomar por la manga su muñon; a mí me conocía: decía "--Tú eres el hijo de Milagros": el Chumi con dos barcas por zapatos, el Guarigua al que le cantabamos "Ya se murió Guarigua, Dios lo perdone, se lo ha llevao volando, los cigarrones"; el Baba con sus pellizcos, La Guachi con su canasta de mariscos y cantando, cuando estaba agustito "Terry, Terry, Terry, el de la maya dorada", el Papi patatas fritas de noche, pescado de día, iglesia y procesiones a la sombra de D. Manuel Salido, el Tagarnina y su radio de deportes solo del Racing, de aquél de la fábrica de Vipa en la que veíamos a un Manolo de Central, a Fenoy de lateral o a un Ricardo pañuelo en la frente... goleando al Jeré, Luichi con sus devaneos, bailoteo de muñeca y respuesta para todo, un Ratón de gorra y bastón ataviado de pañuelo al cuello, y es que el Parque Calderón era la artería nocturna de El Puerto.
De izquierda a derecha, Tonino, El Chumi, El Papi, El Tagasnina. (Fotos: Miguel Sánchez Lobato).
Ya se acercaba la noche lo indicaba el mamporrero de los caballos cartujanos de Terry que charlaba animadamente con el herrador a la salida del trabajo. El acomodador del Teatro Principal de Nuchera llevaba la linterna en la mano porque ya empezaba la función. En El Puerto ciudad próspera ya no teníamos serenos y perdimos el canto de las horas en punto y sin novedad, tampoco fareros, dejamos de tener esos barqueros que nos cruzaban el río Guadalete desde la playa de la Puntilla a la de Valdelagrana y viceversa en la desembocadura del río y cerca de la torta en la que jugábamos al fútbol cuando bajaba la marea, mientras la virgen del Carmen atenta era saludada por los barcos en sus idas y venida a la mar. Un río que desde el vapor nos dejaba ver en su ribera al cordelero trenzando cuerdas de cáñamo y esparto girando la manivela hasta montar una única y gruesa maroma. Un poco más allá los rederos con su agujas de madera arreglan las artes, reparan las redes de pesca a la vuelta de los barcos de faenar, ajustan las relingas de flotadores y plomos. Montones de trasmallos y algunas nasas, pollos de pelea en sus jaulas de madera, gallinas inglesas picoteando restos de pescado seco.
Redero en la Avda. de la Bajamar, donde hoy se encuentrar el último aparcamiento, frente a La Nueva Dorada. (Foto: Rafa. Archivo Municipal).
Las gaviotas acompañan con su vuelo majestuoso al vapor desde la barra hasta puerto, cierras los ojos para soñar despierto recibiendo en tu cara los rayos del sol humedecidos con la brisa marina y me transporto a aquellos días en que viví en Campo Lugar un pueblito de Cáceres en dónde conocí al pregonero que haciendo sonar su trompetilla “turú, turú, de parte, del señor alcalde, se hace saber...." y nos hacía saber todo lo que acontecía a la vez que como hombre anuncio nos indicaba las mejores ofertas de sandías y melones y a quién la chiquillería, al menos mis hermanos y yo no habituados, les seguíamos como su cuadrilla particular.
Allí había bastante menos ajetreo que en El Puerto, gallinas y cerdos por las calles paseando libremente, mulos y cerones, el trillero, el talabartero, dedicado a sus menesteres, el aguador con su cisterna tirada por un borrico y que proveía llenando las cántaras de los vecinos, amaneceres para otras profesiones distintas, segadores, resineros, hacheros, recolectores, porqueros, mesegueros, capadores, molinero, albarquero, curtidores, bataneros y aquellas señoras lavanderas que con un rosquete sobre su cabeza soportaba cestas de ropas camino del río... la sirena del Adriano II llamó de nuevo mi atención, ya estaba atracando y preparando un nuevo viaje a Cádiz. (En la imagen, Francisco Gómez Badillo cabo primera de la guardia urbana dirigiendo el tráfico en un pedestal con sombrilla en la Plaza de las Galeras, en 1960).
Espero que con esta narrativa haya traído recuerdos, que no es sino una forma de homenajear, y aunque uno no sea un juglar ni un contador de historias, ni un bufón más bien un cagajonero de la vida, sea yo mi propio verdugo y que como un praegustador pruebe yo mismo a modo de veneno mis propios devaneos con el recuerdo. (Texto: Manolo Cruz Vélez).