Aquel sábado, aprovechando una insólita y londinense niebla sobre El Puerto, decidí pasear por la recién estrenada remodelación en la orilla derecha del rio Guadalete, antes que la previsión de 36º se hiciera presente con la fiereza del inclemente sol de julio.
La mar se adentraba en el río, con la singular contracorriente de los diarios cambios de mareas.
Mantiene un intercambio de aguas medio depuradas, por las oxigenadas de la bahía, primoroso reducto del Atlántico, que más generoso, libera una legión de mojarras, robalos, doradas y lisas dispuestas a engañar, a otra legión de pescadores, que sábados y domingos, se citan a lo largo del espigón de la bocana hasta el nuevo paseo. Justifican la omnipresencia de los cuatro tenderetes en los que se pueden adquirir las albiñocas, cangrejos, muergos y las modernas titas coreanas, que obligan al iluso pescador, a presumir de haber pescado una mojarra, aunque el costo en cebos le hayan supuesto un desembolso de 20 euros. Añoranza de tiempos preteridos en los que el buen pescador llenaba su cestillo.
Apoyado en la centenaria balaustrada, con mil capas de pintura sobre herrumbres sin sanear, con huellas de viruela en la redondez de sus remates y en los tramos tubulares, oía el escandaloso graznido que cientos de gaviotas, en vuelos circulares sobre la lonja de la orilla opuesta, protestaban por el exceso de limpieza. Ni un pescado, ni un detritus, nada que llevarse al pico, solo el olor de lonja. Sus desgarrados y lastimeros gritos, debían ser consecuencia de olores que excitaban sus pituitarias y su desesperación por la ausencia de alimentos.
Absorto en el espectáculo, no percibía el alegre “plop- plop” del motor de Adriano III, el vaporcito de El Puerto, nieto de aquel Adriano que nació en 1.929 para unir El Puerto y Cádiz, a través de la bahía y que se aproximaba a su embarcadero cargado de turistas. Solo unas gaviotas abandonaron su esquizofrénica rueda de protesta y con un vuelo suave, planearon hacia la estela de espuma que dejaban las hélices del barco. Sobre ella, batieron sus alas y sus graznidos tenían un tono entusiasta. Rozando con su pico la superficie, hicieron presa en algún pececillo atraído por las agitadas aguas.
Mientras remontaban el vuelo, deglutían y emitían otro tipo de graznido. Las seguí con la vista y comenzó su planeo sin movimiento en sus alas. Me vino al recuerdo de inmediato, el día, que sentado en un risco, al borde de un cortado de cien metros en las Hoces del Duratón, al lado de la Ermita de San Frutos, vi desfilar a veinte metros de mi nariz, el majestuoso vuelo de los buitres leonados, procesionando una y otra vez ante mis ojos, sin mover las alas, apenas un giro milimétrico de sus rémiges para variar su rumbo, sin más ruido que el suave roce de sus plumas en el aire, fueron en aquel momento, trasunto de mi visión, del vuelo de las gaviotas escapadas del carrusel de la lonja sobre el rio Guadalete en El Puerto de Santa María. (Texto: Alberto Boutellier).
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