1. Juan Ramón Jiménez; 2. Pedro Muñoz Seca; 3. Fernando Villalón; 4. Dionisio Pérez. Al lado de Villalón, a la derecha de la Virgen, Francisco Ciria y Vergara de la Concha. En la fila de abajo, segundo por la derecha, Juan Ávila González. (Foto Colección LSA).
A Don Francisco Ciria y Vergara de la Concha, Marqués de Ciria y Marqués de Piedrabuena, siempre lo miré como a un personaje enigmático y misterioso. Yo no lo traté, pero lo conocí y observé con curiosidad.
Fue condiscípulo riguroso, en el Colegio de San Luis Gonzaga portuense, de Juan Ramón Jiménez, de Fernando Villalón, de Pedro Muñoz Seca y coincidió, pero en curso inferior, con Dionisio Pérez y con mi abuelo Juan Avila.
Don Francisco, por arrojo y temeridad, rompió en torero, con el sobrenombre de "El Marquesito", y en jinete y garrochista; por los poderes ocultos, en espiritista y teósofo; por herencia, fue bodeguero, agricultor y lo que se llamaba "propietario"; por inspiración, poeta notable y arqueólogo intuitivo y, por inclinación, enamorado doncel, aun bien maduro, que llegó a ser paradigma local de la vida desatenta. (En la ilustración, etiqueta de Francisco Ciria y Vergara. 'Vargas-Machuca' Manzanilla Olorosa).
La descripción registral de su casa-bodega es de las más hermosas que he visto: Al frente, la calle Pozos Dulces; a la izquierda, según se mira la fachada, la calle de la Plata; a la derecha, los estribos del Puente de San Alejandro y, al fondo, la playa del Río Guadalete. En esa casa conservaba un retrato al óleo, de tamaño natural, de un pariente de su madre, el Padre de la Concha, sacerdote que, según él decía, era el "fundador de la estirpe".
Torre de Doña Blanca. Yacimiento Arqueológico.
A sus incursiones y excavaciones arqueológicas por la Vega de los Pérez y por el Castillo de Doña Blanca se debe el conocimiento posterior de esos yacimientos y de lo que él llamaba el "cementerio de los gigantes".
Dejó muchas poesías ingeniosas y bien construidas y dos tomos infumables sobre Tartessos. Su biblioteca que vi, después de faltar él, era escogidísima y muy nutrida en obras raras y curiosas.
Lo conocí de observarlo en la tienda de Manolo Gatica, en la esquina de las calles Cielo y Espíritu Santo, donde se reunía con Miguel Caro Beato, con Javier Ruiz de Cortázar y Tosar de Zurutuza, con Juanito Buhigas, con Juan Antonio Campuzano de Hoyos, con Luis Benvenuti Morphy... Y allí arreglaban el mundo. Cuando lo tenían arreglado y Gatica cerraba, se decía que Don Francisco, con algunos otros, se quedaba hasta bien tarde para oír Radio Pirenaica, emisora clandestina que ponía de chupa de dómine al régimen franquista, con lo que se solazaban los reunidos.
Almacén de Gatica. (Foto: José Ig. Delgado Poullet. Centro Municipal de Patrimonio Histórico).
Durante un tiempo frecuentó la tienda de Gatica el Párroco de San Joaquín, Don José María Rivas, que se hizo amigo de don Francisco, le rebatía sus teorías esotéricas y le sermoneaba, entre copa y copa. Así, una mañana, siendo yo muy jovencito, llamaron a la puerta de mi casa, salió mi padre y oí a Eduardo Ciria: "Luis, acaba de morir papá y se ha reconciliado con la Iglesia". Igualito, igualito, que el don Guido de Machado. (Texto: Luis Suárez Ávila).
El escritor Aquilino Duque Gimeno conoció a Francisco Ciria, y lo utilizó, como personaje literario, con nombres diversos en varias novelas de juventud del propio Aquilino, cuya acción transcurre en El Puerto, con personajes ficticios, caricaturizados, inspirados en personas reales, calles y plazas reales y apellidos locales: «La Operación Marabú» (Editorial Renacimiento). Otras novelas fueron «Los Consulados del Más Allá» y «Los Agujeros Negros». Lamentaba el escritor no haber conocido este texto de Luis Suárez cuando escribió «Mano en Candela». He aquí un fragmento de La Operación Marabú:
"Era Juan Ignacio Benvenuti varón de magras proporciones y aventajada estatura. La leve cargazón de los hombros, la vaga lejanía de la mirada, el perceptible temblor de las manos, lo ingrávido y quebradizo de la apostura lo sustraían un tanto a las terrenas pesadumbres de la existencia, de modo tal que al caminar procedía cual si marchara sobre nubes. Ave zancuda y potestad angélica, los finos y largos remos lo elevaban muy por encima de sus semejantes; caminaba abstraído y eran sus piernas dos delgadísimas columnas de humo, transparentes a la altura de las canillas. Una diadema de cortos rizos coronaba de oro su frente alabastrina, reproduciéndose luego a la altura de las cejas en un áureo trazo sin solución de continuidad. Cobraba al sonreír una expresión a un tiempo augusta y bobalicona, y esta circunstancia, unida a lo rubio de su tez y lo desgarbado de su estatura le confería empaque y vitola de alteza real en el exilio. Solía con la mano izquierda hacer un gesto como de guardarse la cartera o un documento cifrado en el bolsillo interior de la levita, mientras que con la diestra parecía siempre estar dando bajo cuerda una propina o depositando con disimulo un billete galante en la consola de un “boudoir”. Ceceante la prosodia, pastoso el parlamento, tenían sus frases y conceptos muy poco que ver con la prosa ambiente del ordinario mundo. Gustaba vestir estrecho pantalón a cuadros grises y negros, chaleco rameado con botones de nácar y entallada levita de amplios faldones que en determinados momentos parecían cobrar condición aerostática para arrebatar, tal un par de enormes alas negras, por los aires a su zancudo portador»