Escribí en la anterior entrega de los baños –barracas en la orilla y flotantes en el río- que existieron en el Guadalete durante más de un siglo (1816-1923), y de los empresarios que los explotaron (nótula 2.536). En ésta apuntaré las reglas que las autoridades locales establecieron para preservar las normas de decencia que debían mantener los bañistas que hacían uso de ellos; el código moral imperante en la época. /En la imagen, a la derecha, los baños flotantes en la década de los 60 o 70 del s. XIX. Grabado de la Litografía Alemana.
Los edictos
Con el fin de conminar a los bañistas a “guardar el pudor y decencia que exige la buena moral” –se decía desde el Ayuntamiento en 1822-, fue habitual, especialmente durante la segunda mitad del siglo XIX, fijar en los baños del río y en sus accesos por la ribera edictos de alcaldía. Estos documentos –de contenidos similares en el transcurso de los años- hablan por sí de las pautas de conducta social impuestas en la sociedad portuense, y por ende, en la España del XIX y comienzos del XX.
A modo de ejemplos, recojo algunas de las reglas que se dictaron: “Se prohíbe que los hombres que se bañen en los flotantes salgan a nadar al río por la proximidad en que está el flotante de señoras”, 1850; “Han llegado quejas de muchas familias porque algunos bañistas salen desnudos a las horas en que mayor número son las personas del bello sexo que se bañan en dicho establecimiento”, 1854; “Queda prohibido que en los baños de señoras entren hombres, ni en los de estos aquellas, aunque sean matrimonio o de una misma familia”, 1860 (se les permitía a los niños menores de 7 años); “El que salga a nadar fuera de los baños, lo ejecutará con calzoncillos puestos, no pudiendo pasar del balcón que está en medio del establecimiento a la otra parte destinada para bañarse las señoras”, 1860.
Edicto del alcalde Marqués del Castillo de San Felipe, Francisco Gil de Partearroyo, para el verano de 1899. Archivo Municipal de El Puerto de Santa María.
En ocasiones el Ayuntamiento se vio forzado a disponer que un ‘cabo de guardia’ y un ‘celador de segunda’ vigilasen la división por sexos de los baños ante la frecuente presencia de ‘sátiros’. Con los años, las medidas de seguridad de los bañistas fueron aumentando, obligando las autoridades a los dueños de los locales a mantener el número de bañeros y botes necesarios para prevenir accidentes.
También pesaron normas restrictivas sobre los ciudadanos que durante el verano quisieran bañarse en el río fuera de los establecimientos indicados. Con pequeñas modificaciones en el curso de los años, lo acostumbrado fue prohibir los baños durante el día y permitir que desde el anochecer hasta ‘la oración’ los hombres se bañaran junto al puente de San Alejandro y “desde donde estuvo el barco de la Aduana [el que controlaba la entrada de mercancías por el río, frente al actual Club Náutico] hasta La Puntilla”, mientras que las mujeres podían hacerlo en la callejuela, la hoy calle Cadenas, en la entonces denominada playa de Guía, y en la otra banda del río junto al estribo del puente colgante, sólo de noche, “en el sitio de el Astillero” (1850), “donde se está construyendo el bergantín” (1854).
Junto al estribo del puente y el astillero, donde podían bañarse de noche las mujeres. Cuadro de Manuel Cea, 1864. Museo Municipal de El Puerto de Santa María.
Un edicto de 1896 –y el de 1899 reproducido arriba- prohibía tomar baños fuera de la zona comprendida entre las señales colocadas entre los Baños de El Porvenir –en La Puntilla- y la embocadura del río, donde “podrán bañarse las mujeres desde el amanecer a las ocho de la mañana y desde las ocho a las diez de la noche, efectuándolos los hombres en el resto del día, cuidando de no rebasar la marca de más afuera para evitar desgracias, como así mismo unas y otros, de usar bañadores adecuados a su sexo, conforme a todo principio de honestidad.”
Un verano de antaño en la playa de La Puntilla, la que llamaban Punta de Malandar (como la del Coto de Doñana a orilla del Guadalquivir, frente a Sanlúcar). A la izquierda, casetas flotantes.
En este punto nos retrotraeremos en el tiempo para insertar un curioso testimonio –y extraño de ser veraz- que dejó escrito un coronel inglés, Charles Leslie (1785-1870), de los militares aliados de España que estuvo en Cádiz antes de la llegada a la bahía de los franceses durante la Guerra de la Independencia. Contó que en 1808, el célebre general Tomás de Morla (1747-1811), Capitán General de Andalucía y Gobernador de Cádiz, tras haber invitado a almorzar a un grupo de oficiales británicos, alquilaron un falucho de los que de antiguo hacían la travesía entre Cádiz y El Puerto (ver nótula 1.993) para asistir en El Puerto a una fiesta de la alta sociedad.
El militar jerezano Tomás de Morla y Pacheco (1747-1811).
Y contó el inglés el “espectáculo” que supuestamente contemplaron en la playa de La Puntilla: “Al acercarnos a la ciudad estaba ya atardeciendo, cuando observamos a la izquierda, en la costa oeste, de 80 a 100 mujeres bañándose en grupo, metidas hasta la cintura en el agua, todas gritando y haciendo el mayor ruido posible. Según pasábamos como a unos diez metros de ellas, nos dijeron improperios en el más perfecto estilo de Billingsgate [popular mercado de pescado en Londres], y trataron de salpicarnos con el agua. Éstas eran las damas del Puerto de Santa María, quiero recalcar que eran las damas de los mejores círculos. Estaban totalmente desnudas e impúdicas en extremo. Más tarde me informaron que no les preocupa lo que dicen o hacen en estas circunstancias, porque para que no las reconozcan, se amparan en lo tardío de la hora y en el cambio de aspecto, al no llevar ropa.”
Desde el puente
El puente de hierro de San Alejandro (1884-1978), el que diseñó el ingeniero Emilio Iznardi, en 1939.
A pesar de las reiteradas prohibiciones de las autoridades, fue costumbre difícil de evitar que la gente, especialmente los niños y jóvenes, se bañaran junto al puente de San Alejandro o lanzándose desde él, lo que provocó numerosas muertes por ahogamiento. Sin ir más lejos, el mismo año que se publicó el citado edicto de 1896, falleció un niño de 10 años, de nombre José Robles Guerra y apodo ‘el Sanluqueño’: “No pasa un verano sin que ocurra alguna desgracia idéntica a la de ayer”, decía la Revista Portuense al hacerse eco del suceso.
Desde el puente de San Alejandro, imagen captada por el arquitecto jerezano Francisco Hernández-Rubio, antes de 1950, cuando falleció. Abajo, los niños bañándose donde existió el carenero de Ponce (ver nótula 2.311 en GdP).
Estos accidentes se producían regularmente desde mucho tiempo atrás. Federico Rubio (1827-1902), que a punto estuvo de perder la vida en similares circunstancias siendo un crío (ver el hecho parcialmente reproducido de sus Memorias en la nótula 2.301 de GdP), al respecto dejó escrito este testimonio: “Andando el tiempo, oí decir varias veces a diversas clases de personas: ‘Junto al puente es muy peligroso bañarse, hay hoyas’. […] La frase se refiere a la creencia popular de que en determinados puntos del fondo de los ríos corrientes existen sumideros u hoyos profundos, en los cuales el agua forma remolinos, por donde si pasa una persona se hunde y no vuelve a aparecer. Pues bien, respecto al puente de San Alejandro, la creencia de las hoyas se fundaba en que de vez en cuando ocurría el caso de algún ahogado, principalmente en mozalbetes que para bañarse se tiraban al río desde el puente. […] Ha sido preciso que pasen muchos años para que al oír la noticia de un ahogado que se tiró del puente y no se le volvió a ver, haya caído yo en la verdadera cuenta del siniestro, siéndome tan conocida. Al tirarse desde el puente, de cabeza o de pie, nada más fácil que quedar clavado en el fondo cenagoso, sin necesidad de remolinos ni de hoyas. Pero, ¡cuánto tiempo no ha tardado mi torpe inteligencia para completar tan vulgar conocimiento!”
A punto de saltar un joven, hacia 1914: “¡Cuidado con las hoyas!” Al fondo, los Baños de San José (1881-1923).
Y los niños, claro, solían bañarse como Dios y sus santas madres los trajeron al mundo, en pelota picada, hecho que no agradaba, bien al contrario sacaba de sus casillas, al sector más recatado y pudoroso de la buena sociedad portuense. No pocas quejas en no pocos años se publicaron en la Revista Portuense denunciando tal circunstancia. Como ésta, del 16 de julio de 1897: “Siendo el Parque de Calderón paseo predilecto de nuestros ediles, inspectores de policía y guardias municipales, es muy de extrañar se permita a niños y más que niños disfruten en aquel sitio de los placeres del baño, representando con entera propiedad a nuestro primer Padre. ¿No es más que suficiente el espectáculo que nos dan los que se bañan en los flotantes llamados de San José? Yo creo que si algunas de nuestras autoridades hubiesen visto acompañado de sus hijas las escenas que denuncio, tal vez se hubieran llenado de vergüenza. Firmado: X. X.”
Mujer policía, fusta en mano, persiguiendo a niños desnudos en el lago Serpentine del Hyde Park de Londres, 1926. Imagen tomada de mendozaantigua.blospot.com.
A los dos días, un periodista de la Revista, Justo, seudónimo de Antonio Peñasco, respondió a la carta así: “Nadar y guardar la ropa.- […] Quéjase el comunicante sr. X. X., doblemente incógnito por consiguiente, de que nuestra moral general, local y tal, se resiente y escandaliza con la enseñanza libre de que han abierto cátedra junto al puente varios pequeños varones, y le contesto con la sentencia popular que dice: ‘Báñate en el río, y sécate al sol, si estás algo puerco o tienes calor’. Yo protesto en nombre de estos muchachos que no tienen mala intención al ostentar sus gracias, su agilidad y su aseo. Ellos sólo quieren y lo consiguen, pasar un rato ameno y refrescar su piel enardecida, sin perder por eso de vista el encantador panorama del Parque y los tiovivos. Y por eso se bañan frente por frente a la regocijada muchedumbre, sobre el mórbido fango. Vamos a ver, ¿porqué es malo ese espectáculo? […]
Después de todo, el Paseo Calderón, que es para las tardes una delicia y que sostiene muchísimas Evas hermosísimas, aunque cubiertas, y alguna que otra Serpiente, no le faltaba más que eso para ser un verdadero paraíso.”
No sólo los portuenses y los turistas se bañaron en las aguas del Guadalete a su paso por la ciudad. También, aguas arriba y tierra adentro, los jerezanos teníamos (además de Valdelagrana, ¡ejem!, recordado amigo Alfredo Bootello), nuestras ‘playas’ en el río, entre La Cartuja y La Corta, de lo que han escrito José y Agustín García Lázaro en su espléndido blog ‘entornoajerez.com’, al que remito: 29-VI-2014: De La Cartuja a La Corta: los baños en el río. Un paseo por las playas fluviales del Guadalete. / Texto: Enrique Pérez Fernández.
Amigo Jesús Suárez, me ha ‘picado’ la curiosidad y he buscado los versos de José Luis Tejada que refieres del niño que se ahogó al tirarse del puente. Están en su libro 'Del río de mi olvido' (1941). Estos son unos fragmentos del romance de 'El niño del marinero':
“El niño del marinero / que se bañaba desnudo / hasta en las tardes de enero. […] Cuando en las tardes de enero, / de vuelta de las salinas / pasaban los salineros / con sus andares cansinos / por mitad del puente nuevo, / miraban, tanagra viva, / al hijo del marinero / si se tira o no se tira, / desde las vigas de acero. […]
El niño del marinero... / ¡ya no volverá a tirarse / de su trampolín de hierro! […]
Una blusa abandonada / y un calzón de paño negro... / Y un tinte rojo en el agua / debajo del puente nuevo. […]
¡Que ya no se baña el niño... -qué dolor- del marinero!...”
José Luis Tejada escribió un poema sobre un niño que se tiraba del puente y un día se ahogó. No recuerdo ahora el título.
En los años cincuenta eramos muchos los que nos bañabamos en el río en pelotas picada a la altura más o menos de la colmena.