(Continuación). Es para echarse a temblar cuando un arquitecto mete mano y se pone a crear con un ordenador y un par de revistas extranjeras de arquitectura que no sabe leer, porque desconoce el idioma.
Vista aérea de la Plaza de Toros. Año 1940.
O cuando te plantan una cosa “clásica”, a escala de la Señorita Pepis. Los arquitectos deben tener la cautela de saber nadar por las aguas de las invariantes arquitectónicas locales, mirar y admirarse de lo que han hecho otros. Incluso crear, como los músicos, “variaciones” sobre un tema arquitectónico local y enraizado. Pero sobre todo pasar desapercibidos por donde actúen. Eso es pedir mucho, lo sé. Yo les temo como a una vara verde. Tanto como Séneca, cuando escribió en la Epístola moral a Lucilio: «Créeme, yo era feliz en aquel tiempo en que no había arquitectos». Y esa frase ha merecido estar escrita, en una lápida de mármol, en el Instituto del Restauro de Roma.
Sin embargo, las prestigiosas y amplias familias bodegueras, instaladas en la zona desde principios del XIX y aun a finales del XVIII, se dotaron de suntuosas viviendas y palacios. Unos, heredaron palacios que habían quedado inhabitados; otros los adquirieron y mimaron, los dotaron con ricos muebles, plata, pinturas, porcelana y pareció que las casas volvieron a tener su anterior esplendor.
Unos, heredaron las notables casas y fincas de recreo que fueron, por ejemplo, del hispanista Juan Nicolás Bölh de Faber, e incluso adquirieron otras muchas; otros, fueron comprando palacios y fincas que tuvieron, en otro tiempo, gran lustre. Criadores y exportadores de vinos generosos, también fueron generosos con sus conciudadanos. El empleo de una gran mano de obra y la benéfica influencia que tuvieron en todos los órdenes de la vida, los hizo gente singular. Brillaron, unos, en el mundo de la diplomacia, de la literatura, de la arqueología, del toro –no sólo como ganaderos de bravo, sino siendo los promotores de la construcción en 1880, de la Real Plaza de Toros, sociedad que presidió Don Tomás Osborne Bölh de Faber--, y, otros, en el mundo de las relaciones humanas, de la historia, el arte, de los caballos y los enganches: entre los primeros, los Osborne; entre los segundos, los Cuesta, los Sancho de Sopranis, los Jiménez Loma, los Merello, los Terry y los Caballero. Y, todos en la beneficencia. /En la imagen de la izquierda, Tomás Osborne Bölh de Faber, presidente de la sociedad promotora de la Plaza de Toros.
Si en el XVIII y en el XIX, los palacios de don Juan Vizarrón acogieron durante dos veranos (1729 y 1730) a Felipe V y a toda su fastuosa corte, con los infantes que después fueron Luis I, Carlos III y Fernando VI; o el del Marqués del Castillo de San Felipe, al felón Fernando VII, que allí, en 1823, derogó la Constitución de Cádiz; o el Marqués de Villarreal de Purullena, en 1862, recibió, en su palacio a Isabel II y al infante Don Alfonso, luego Alfonso XII; no se quedaron atrás, Don José Moreno de Mora, que acogió en el suyo, de la calle de los Moros, a los Duques de Montpensier; ni los Pavón recibiendo en su palacio de la calle Larga (luego de Tosar) al Infante Don Francisco de Paula de Borbón y a sus hijos, en 1832, para tomar baños de mar por prescripción de los médicos de la Corte; ni los Osborne, recibiendo a mucha nobleza de la Baja Andalucía con la que entroncó y, desde Bölh de Faber, dando cobijo y amistad a toda la intelectualidad de la Ilustración y el Romanticismo.
O los Caballero --sobrino-nietos de Juan Ramón Jiménez, el poeta de Moguer, Premio Nóbel de Literatura--, que mantuvieron los lazos con la monarquía destronada y eran sus huéspedes los Infantes de Sanlúcar, Don Alfonso y Doña Beatriz y realizan una gran labor de mecenazgo con el castillo de San Marcos—el Santuario alfonsí de Santa María do Porto la de las Cantigas--, con la Cátedra Alfonso X y con las publicaciones sobre el Rey Sabio que van poblando los anaqueles de las universidades españolas y extranjeras; o los Terry, que hicieron ejercicio del mecenazgo y del apoyo de las bellas artes, enriqueciendo sus fincas y casas con la dirección de Don Juan José Bottaro y Palmer (ver nótula núm. cxx en Gente del Puerto) pintor, escultor orfebre, jinete, preceptor, fotógrafo, cámara aficionado y un verdadero hombre del Renacimiento, y tuvieron sus puertas y sus caballerizas abiertas a toda la nobleza de la zona y, en las grandes batidas de perdices, en El Pedroso, o en El Montañez, o en La Micona, a Ministros del Reino y al anterior Jefe del Estado… /En la imagen de la izquierda, José Cabaleiro do Lago, fundador de Bodegas Caballero.
También la gente de la farándula, la aristocracia o la de papel couché. Me vienen a la memoria Jacqueline Kennedy, la Duquesa de Alba o Bo Derek montando los caballos del hierro del bocado de los Terry, o los toreros, que se vestían de luces en las casas portuenses. Recuérdense a Currro Romero que se vestía en el Cerrillo de Rafael Osborne Macpherson o a Luis Miguel Dominguín en el palacio de Oneto, cuando lo vivió Miguel Castro Merello.
Hasta los años 1920, el veraneo portuense no era de playa, a menos que estuviera usted raquítico y que el Doctor Joaquín Medinilla Bela o el Doctor Tolosa Latour le hubieran recomendado los quince baños de mar terapéuticos, desde luego después que la Virgen del Carmen hubiera bendecido, en su día, las aguas.
El veraneo era en el campo, en los recreos. La Julia, Las Banderas, Fantoba, El Cerrillo, el Palomar, Villa Magdalena, Las Marías (que nosotros llamábamos “Ravina”), La Belleza, El Caserón, El Caracol, Wenceslao, la Carlota , La Lusiana...
Y otros como el Recreo de los Trapos (Nuestra Señora de los Dolores), Villa Ángeles, Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, Crevillet, el Recreo de Haro, Los Pinos, El Pinar, La Hacienda San Martín, Vista Hermosa, la Granja de la Misericordia, La Manuela, La Torre, La Rufana, Nuestra Señora de los Milagros (conocido como Recreo de Monís), El Almendral, Mazzantini, El Camaleón, El Levante, Micateco, el Recreo de Rioja, el Manantial, San José, la Huerta de Quijano, la Granja de Tejada, la Sericícola, las Huertas de Romero, de Alcántara, del Granado, de Cuesta, de Malacara, de Vinagre... y un sin fin de fincas, amén de las casas de viñas, eran el lugar de bucólico esparcimiento, durante el verano, de muchas familias portuenses que, abandonaban sus casas urbanas y se trasladaban al campo. Por el contrario, durante todo el año, los mayetos, hortelanos y viticultores, tenían en la ciudad sus “paraderos”, en algún partido de casa alquilado con su cuadra corrida para alojar a las bestias con las que se trasladaban para hacer la compra de la semana o recoger la “muda” limpia. /Pedro y Francisco Muñoz Seca, en el portuense Recreo de los Trapos.
Sin embargo, en 1968 se produjo la urbanización de la finca de Vista Hermosa y otras adyacentes que se le incorporaron. Con ser un proyecto urbanístico sin parangón, numerosas familias portuenses abandonan sus casas y se van a vivir allí y toda Sevilla se vuelca construyendo sus “segundas residencias” en Vista Hermosa. Algunas familias portuenses ya habían abandonado sus casas del centro y se habían trasladado, definitivamente a las fincas de recreo, que acondicionaron como verdaderos palacios.
La Casa Grande data de principios del siglo XX, erigida por miembros de la familia Osborne que residían en Sevilla, cuando fundaron la cervecera La Cruz del Campo.
Al calor de todo ello, se urbanizan El Manantial, Valle Alto y Valdelagrana. Pero surge un fenómeno mimético al que no ha habido voluntad alguna de poner coto: las parcelaciones y construcciones ilegales que han roto todo el equilibrio de nuestro paisaje rural y causan un desagradable impacto medioambiental, pues todo el término municipal se ha convertido en pobladitos sin infraestructura urbana, y, lo que es más grave, han contaminado, con los pozos negros, los abundantes y ricos acuíferos. (continuará). /Del Prólogo del Libro de Fátima Ruiz de Lassaleta ‘La Ciudad de los Cien Palacios’, por Luis Suárez Ávila.